Hace varios años uno de los padres de la Constitución me confesó que el texto había sido una “improvisación” permanente. Por aquel entonces me resultó difícil digerir esto dado que el propio texto, su proceso de redacción y sus resultados se habían mitificado durante tanto tiempo. Ya no. En mi opinión, la crisis ha servido de catalizador para evidenciar los errores de nuestro texto constitucional, lo que hace que en nuestro país esta crisis sea no sólo económica o financiera, sino también política; no sólo coyuntural, sino también sistémica. Queda por ver si la primera beneficiaria del sistema, nuestra clase política, aislada con frecuencia de la realidad cotidiana, percibirá el hartazgo y sensación de impotencia de la ciudadanía y el lastre que para España suponen los errores de nuestra Constitución. Confiemos en que así sea, porque las debilidades del sistema van a dificultar enormemente nuestra recuperación.
Volvamos por un momento a 1978. Los promotores de la Constitución, con criterio entendible, buscaron el mayor apoyo posible de todos los partidos políticos. Había prisa y escasa experiencia. Y para lograr ese consenso redactaron un articulado extenso, confuso, equívoco y, en ocasiones, paradójico (p.e, mencionando economía de mercado y planificación en el mismo párrafo), de tal modo que todos quedaran satisfechos. Lo lograron. La campaña política y mediática para el referéndum fue unánimemente favorable al mismo y se aprobó, como no podía ser de otra manera (todos a favor, nadie en contra), por un porcentaje abrumador. Sin embargo, cabe preguntarse si el consenso por el que se pagó tan alto precio fue más formal que sincero, más cortoplacista que de largo alcance. El desarrollo normativo posterior, facilitado por la ambigüedad del texto constitucional, y la práctica política de los nacionalismos y una buena parte del socialismo reciente alimentan la duda.
Por otro lado, resultaría injusto juzgar con demasiada dureza un acontecimiento que probablemente nos vino grande, en particular dadas las incertidumbres de aquel entonces, reales e imaginadas, y la escasa tradición democrática de nuestro país; además, cumplió dignamente con su papel en la Transición. En la misma línea, algunos de quienes vivieron esa época y participaron en aquellos acontecimientos siempre me han recordado que una cosa es ver toros desde la barrera y otra, muy distinta, torearlos. Dada mi edad debo aceptar la crítica, lo que no me impide proponer, siendo consciente de la amplitud y complejidad del tema, tres cuestiones fundamentales que, en mi opinión, requieren modificaciones sustanciales. A toro pasado.
En primer lugar, las autonomías: el improvisado experimento del Estado de las Autonomías ha resultado, en mi opinión, un fracaso. Como suena. El daño que ha producido este sistema ha sido tanto político como económico. Desde el punto de vista político, fueron creadas 17 administraciones con bandera, himno, día nacional, héroes reales e inventados, parlamentos y competencias propias de un país. Lógicamente, se han creído tal. Resulta elocuente que el anteproyecto de Constitución no mencionara por ningún lado el término “nación” aplicado a España, mientras que el término “nacionalidades” aparecía desde el principio. Pues bien, la clase política de las regiones y “nacionalidades” con lengua propia e inquietudes históricas vieron con frustración diluirse su “hecho diferencial”, que siempre es un término relativo y no absoluto, lo que facilitó a la oligarquía local un mensaje político simplón pero efectivo: repetir, con la técnica psicológica del disco rayado, un cansino mensaje de reivindicación victimista-nacionalista. A la vez, estos nacionalismos obtuvieron de las leyes electorales y de la lamentable estanqueidad en que viven las dos formaciones políticas mayoritarias el poder necesario para conseguir sus fines, dentro de una tensión política permanente y de un cuestionamiento continuo de los pilares más básicos de convivencia. Así, en debates estériles y ridículos para cualquier observador externo se ha ido detrayendo una energía preciosa para el progreso de todos. Por último, las autonomías han tenido un paupérrimo grado de alternancia política, con la ineficacia, corrupción, opacidad y degradación de la salud democrática que ello conlleva. Desde el punto de vista económico, el gigantismo de las administraciones autonómicas, la duplicidad de organismos y la centrifugación competencial del Estado, alegremente permitida por la Constitución, ha provocado que hoy en día la mayoría del gasto público recaiga en las autonomías sin que éstas hayan tenido que responsabilizarse nunca ante sus electores de los impuestos necesarios para financiarlo. Lo peor, la miríada de regulaciones autonómicas independientes, disparatadas, superpuestas y contradictorias que han sofocado la iniciativa individual, complicado enormemente la actividad empresarial y roto a efectos prácticos la unidad de mercado. No olvidemos, por último, la incalificable gestión de la mayoría de las cajas de ahorro, controladas en general por las clases políticas autonómicas.
En segundo lugar, la separación de poderes. El poder judicial fue sometido de facto al poder ejecutivo y legislativo, situando a la clase política, en gran medida, por encima de la ley. De este modo, no hacía falta cambiar la Constitución para vulnerarla: dado un articulado tan confuso y equívoco, sólo era necesario controlar el órgano encargado de “interpretar” la norma. El uso partidista del Tribunal Constitucional, de cuyo extremo hemos sido testigos en esta interminable legislatura, probablemente haya dañado irreparablemente su imagen como institución. Este hecho es de una gravedad extraordinaria, puesto que la confianza del pueblo en el imperio de la ley es el pilar básico en el que se asienta la sociedad.
En tercer lugar, el sistema de elección de cargos políticos. Los partidos, en régimen de oligopolio financiado por nuestros impuestos, obtuvieron de la Constitución del 78 demasiado poder y, naturalmente, han abusado del mismo. Si los políticos son los mandatarios, el pueblo será el mandante, digo yo: es el pueblo el que concede sus derechos al gobierno, y no el gobierno el que le concede sus derechos al pueblo. Los partidos deben cumplir con la exigencia democrática que marca la propia Constitución. Para ello, el camino es abrir sus listas, permitir que sus afiliados voten directamente a los candidatos, eliminar la disciplina de voto, limitar la duración de los mandatos para evitar perpetuaciones en el poder (o en la oposición) y reformar profundamente su financiación, reduciendo la aportación pública. Casi nada.
El sabio redacta una Constitución pensando que es el adversario quien va a gobernar, no él; en consecuencia, establece todo tipo de controles y contrapoderes para evitar el abuso de poder del gobernante y la comisión de actos inconstitucionales bajo la coartada de la mayoría. El sabio considera como principal función de una Constitución el impedir la dictadura de la mayoría, estableciendo unos límites y unas normas que no puedan transgredirse con facilidad. En nuestro caso, este objetivo claramente no se ha cumplido.
Cuando hay problemas, hay que buscar primero los errores del sistema antes que los defectos del individuo, por obvios y llamativos que éstos resulten. Un país tiene que tener un sistema sólido, con instituciones fuertes, normas claras y contrapoderes efectivos, que lo proteja de un mal gobernante, porque a la vista está que, antes o después, un gobernante inepto llega al poder (e incluso puede resultar reelegido). Creo que los errores del sistema nos han lastrado en los últimos treinta años, económica y políticamente; ahora no sólo no crecemos, sino que hacemos agua por todas partes. Deshacernos del lastre es hoy, probablemente, cuestión de supervivencia. Decía Tagore que “si cierras la puerta a tus errores, dejarás fuera la verdad”. Aprendamos de nuestros errores y mejoremos el sistema.