En esta España paralizada por el miedo y la duda, atrapada por las arenas movedizas de una Depresión económica, política y moral que aparenta ser interminable, observamos consternados cómo nos suben los impuestos cada tres semanas incumpliendo promesas con total desfachatez, tratando de compensar el malestar que ello genera con un populismo grotesco y destruyendo sin reparos la fina capa de seguridad jurídica que aún no nos habían arrancado los anteriores. En cambio, apenas se ataja el colosal despilfarro de nuestras administraciones (ya saben, las reconocidas duplicidades de las que nunca más se supo) ni una estructura autonómica que nos lleva a la ruina.
En esta situación nos preguntamos desalentados si no existen alternativas a estas políticas que se nos quiere vender como inevitables; buscamos un norte, un paradigma diferente. ¿Existe? Hoy voy a mostrarles el modelo que en una sola generación condujo a un minúsculo territorio, descrito como una “roca pelada”, de la pobreza a la riqueza. Y voy a aprovechar para presentarles al arquitecto de tan notable éxito: un funcionario público brillante, altamente educado, frugal, modesto e incorruptible, que defendió con firmeza sus principios porque eran acertados y construyó unos cimientos económicos tan sólidos como la roca pelada sobre la que se asentaron.
Hong-Kong, 1961. Desde hace quince años, las sucesivas mareas de refugiados que huyen del régimen comunista chino se hacinan en esta colonia británica, otrora pobre puerto pesquero. La población se ha multiplicado por cinco en ese período, alcanzando una de las mayores densidades de población del planeta; el pequeño territorio, de apenas unos kilómetros cuadrados, alberga a tres millones de personas. Tiene una bonita bahía, una más de las muchas que jalonan esa accidentada costa, pero por lo demás carece de recursos naturales. Ni siquiera posee campos de cultivo propios, por lo que debe importar la comida del exterior. Incluso sus necesidades de agua debe cubrirlas, en parte, con importaciones provenientes de su hostil y gigante vecino, que utiliza dicho poder para cortar a su antojo el suministro de forma intermitente. Su renta per cápita es la quinta parte de la de la metrópoli, o la mitad de la del africano Gabón.
Pasan los años. Hong-Kong, 1997. Inglaterra entrega a China su antigua colonia. En ese momento, sus siete millones de ciudadanos disfrutan de una renta per cápita un 25% superior a la del Reino Unido y una esperanza de vida también más elevada. En una sola generación, Hong-Kong ha pasado de ser un país del Tercer Mundo al séptimo país más rico del mundo. ¿Cómo ha podido ocurrir un cambio tan extraordinario en tan poco tiempo?
El mayor responsable de este éxito, como no podía ser de otra manera, fue una población sumamente trabajadora y emprendedora en la que abundaban los empresarios, una población que conocía y abrazaba el concepto de sacrificio con la mirada puesta en su porvenir. Pero quien creó y defendió con fiereza los principios que lo hicieron posible, creando el marco y sistema de incentivos adecuados, fue el escocés John Cowperthwaite, Secretario de Finanzas de 1961 a 1971. En su primer discurso mostraba ya con claridad sus ideas. Lean con atención y gocen, por favor, de este soplo de aire fresco: “A largo plazo, la suma de las decisiones de los individuos y empresarios, ejercitando su juicio personal en una economía libre, incluso aunque se equivoquen a menudo, daña menos la economía que las decisiones centralizadas de un Gobierno, y desde luego, el daño se reparará antes”.
Cowperthwaite blindó los pilares básicos del progreso: imperio de la Ley, derecho de propiedad y libertad de empresa y de comercio. Fijó y defendió un tipo impositivo proporcional de IRPF y Sociedades del 15%, tipo que se mantuvo inalterado durante décadas; para mayor escarnio comparativo, una gran parte de los contribuyentes estaban exentos del pago del impuesto por unos elevados mínimos exentos. Hoy en día el IRPF sigue siendo del 15%, las plusvalías están exentas, el tipo de Sociedades es del 16,5% y no existe el IVA. Comparen ustedes mismos. Cowperthwaite también mantuvo el peso del Estado en mínimos: el gasto público a su salida del Gobierno era de sólo el 12% del PIB (frente al actual 50% en España). El número de empleados públicos era inferior al 5% de la fuerza laboral (frente a un 17% en nuestro país); este funcionariado, por cierto, se hizo famoso por su eficiencia y vocación de servicio, un funcionariado cuya única meta era resolver problemas al ciudadano. El papeleo se redujo al mínimo: para abrir un comercio o montar una empresa, sólo hacía falta rellenar un impreso bilingüe de una página. El Gobierno no emitía deuda y operaba con superávits presupuestarios (frente a unas previsiones de quizá el 80% de deuda/PIB y más del 7% de déficit aquí). Había libertad de contratación y despido y no existía un salario mínimo (pero sí un sistema legal imparcial donde defender los derechos del trabajador). Por regla general, no existían subsidios ni subvenciones. A modo de ejemplo, un grupo de empresarios expuso a Sir John la necesidad de emprender la construcción de un túnel por debajo de la bahía financiado con fondos públicos; el Secretario de Finanzas les respondió que, si tan necesario era, lo construyeran ellos mismos (cosa que acabarían haciendo). Nada que ver, si me permiten añadirlo, con nuestros trenes AVE vacíos o nuestros aeropuertos abandonados en mitad del desierto. Gracias a todo ello, Hong-Kong se convirtió en una verdadera potencia industrial y manufacturera (el centro financiero llegaría mucho más tarde) y la marca “Made in Hong Kong” se hizo famosa en todo el mundo: en la década de los sesenta las exportaciones llegaron a crecer a un ritmo del 14% anual. El desempleo era residual, en un rango entre el 2% y el 4% (frente a nuestro actual 25%). Por último, a pesar del constante crecimiento de la población, los salarios reales no dejaron de aumentar (un 4% anual bajo el mandato de Cowperthwaite).
Sería ilusorio pretender implantar el modelo de Hong Kong en un país como el nuestro. Sin embargo, sabemos que este modelo tuvo un éxito cuantificable e incuestionable. Por lo tanto, lo que sí parece lógico es defender las políticas que se acerquen más a aquéllas que lograron tanto éxito y criticar con dureza las que vayan en sentido contrario. Impuestos bajos, seguridad jurídica, libertad sin trabas burocráticas, libre competencia, mínimo intervencionismo y un tamaño del Estado reducido llevan al éxito y a la riqueza. Subir unos impuestos ya de por sí elevadísimos; cambiar leyes a diestro y siniestro; intervenir permanentemente en la economía; mantener un sistema hostil a la creación y supervivencia de la empresa y negarse a reducir un Estado gigante y amorfo, superpoblado por una espesa burocracia llena de rigidez y formalidades superfluas, son políticas opuestas al éxito y conducen, en consecuencia, al fracaso y a la pobreza.
Si seguimos el rastro de quienes han tenido éxito, alcanzaremos el éxito; si seguimos el rastro de quienes han fracasado, alcanzaremos el fracaso. Ahora ya conocen a John Cowperthwaite y el éxito que tuvieron sus políticas. Su triunfo no debe sorprendernos, porque en todas partes y en todas las épocas el rastro del éxito ha seguido siempre la huella de la libertad. Lo lógico sería que siguiéramos ese rastro. Me pregunto por qué vamos en dirección contraria.