Pobre España. Sometida durante el mes de septiembre al martilleo constante del pesadísimo tema catalán (cerrado en falso como siempre), el país se enfrenta ahora al castigo de una larga campaña electoral antes de las elecciones generales de diciembre, campaña que, como todas, consistirá en una constante adulación al pueblo y en una mezcolanza de sandeces y vacuas promesas.
Dejando momentáneamente a un lado esa distorsión cognitiva llamada nacionalismo (o provincianismo plañidero), el penúltimo conato de insurrección catalana ofrece elementos de reflexión perfectamente extrapolables al resto de España como síntomas de un sistema en gran medida enfermo.
El primer elemento de reflexión es la inexorable quiebra del Estado de Bienestar en caso de no ser radicalmente transformado. Efectivamente, el detonante de estas elecciones plebiscitarias parece haber sido la delicadísima situación fiscal de la administración catalana, aplastada por su propio tamaño y ahogada bajo una deuda pública de difícil repago, consecuencia de la acumulación de excesos en el pasado. Una Administración gigantesca lleva siempre aparejado el yugo de una burocracia omnipresente y déspota y el peso insoportable de unos impuestos elevadísimos, temas que en el resto de España también nos son familiares. Ante este panorama de difícil salida, el nacionalismo ha pretendido retrasar la explosión final del sistema tratando de lograr un mayor control sobre la caja, distrayendo de paso la atención sobre su propia responsabilidad. Efectivamente, el Estado de Bienestar comienza a agrietarse no sólo en España, sino en toda Europa. Como su final siempre aparenta encontrarse más allá del horizonte de la siguiente cita electoral, los responsables políticos evitan afrontar la realidad y rehúyen tomar medidas correctoras que, de forma inevitable, supondrían una frustración de expectativas de la ciudadanía. Sin embargo, las matemáticas indican con claridad, por ejemplo, que las pensiones públicas actuales son insostenibles con una economía que crece poco y una pirámide demográfica invertida; o que un sector privado hostigado de forma implacable por la administración vorazmente recaudadora y enfermizamente reguladora va a ser también incapaz de sostener 3 millones de empleados públicos de 17 reinos de taifas. Probablemente lo que más daño ha hecho el Estado de Bienestar a la sociedad es transmitir la sensación de que puede existir libertad sin responsabilidad y derecho sin obligación. De este modo, se ha educado al ciudadano en la falaz creencia de que no es necesario que se responsabilice de su propia vida porque el Estado proveerá una seguridad que no es más que un espejismo pasajero, como ahora estamos descubriendo. Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades a costa de las generaciones venideras. Mientras, los más débiles quedaban desatendidos por un Estado que no tiene por qué ofrecer servicios públicos a tutiplén pero que, en cambio, sí tiene el deber moral de actuar subsidiariamente para sostener a los más necesitados, una minoría que nunca ofrece recompensa electoral suficiente para el demagogo de turno.
El segundo elemento de reflexión son los efectos del impune y sistemático incumplimiento de la ley por parte de los gobernantes. Antes de entrar en el debate sobre la probable necesidad de introducir enmiendas a la Constitución, yo primero probaría a hacer cumplir la ley, a ver qué pasa; sería, desde luego, algo inédito en nuestra democracia. La paulatina, casi imperceptible decadencia del imperio de la Ley en España ha creado una sensación de impunidad en la clase dirigente en lo que concierne a la institucionalizada corrupción y también en lo referente al ejercicio arbitrario del poder. La misma ley que oprime de forma inmisericorde al ciudadano ordinario hace la vista gorda con la clase dirigente, que además ejerce enorme control sobre las últimas instancias del poder judicial. Aristóteles advertía que “en los Estados bien constituidos lo primero que debe cuidarse es (…) evitar con el más escrupuloso esmero el atentar contra la ley ni en poco ni en mucho”, puesto que “la ilegalidad mina sordamente al Estado, al modo que los pequeños gastos muchas veces repetidos concluyen por minar las fortunas”. En general, los políticos españoles no entienden el concepto del imperio de la ley y se ríen del concepto de seguridad jurídica, haciendo y deshaciendo en función del apretón demagógico del momento o de los intereses de algunos. En España no se entiende que la seguridad jurídica no cuesta dinero, mientras que la inseguridad jurídica acaba resultando carísima.
El último elemento que quiero mencionar es más profundo y afecta a toda la sociedad: se trata de la exageración de la importancia de los sentimientos. En el caso catalán, nos hemos acostumbrado a dar sentido a periódicas encuestas que miden si los ciudadanos catalanes “se sienten” españoles o catalanes, como si eso fuera determinante para dirimir una cuestión tan esencial. Naturalmente, los resultados varían de una semana a la siguiente, de lo que cabe deducir que no parece un criterio demasiado fiable. Es un síntoma más del carácter adolescente de la sociedad actual, que al otorgar un desproporcionado peso a los sentimientos impide que éstos sean equilibrados y suavizados por la razón y los principios. La satisfacción inmediata del yo no tolera límite alguno, ni del deber, ni de la ley, ni del respeto a la verdad o a la palabra dada. Ni que decir tiene que, en todas partes, el demagogo se siente más cómodo jugando con los sentimientos de la masa que respondiendo de variables más prosaicas y medibles, como la tasa de paro, la renta per cápita, los resultados del informe PISA, la calidad de la sanidad o los índices de corrupción (en todas ellas España sale muy mal parada, por cierto). De forma adicional, los sentimientos de la masa que con mayor facilidad atiza el demagogo no suelen referirse a valores como la tolerancia, la laboriosidad, la responsabilidad, la justicia o la compasión, sino al miedo y al odio, a la envidia, la codicia y el resentimiento. La demagogia en Cataluña adopta la conveniente vestimenta del nacionalismo, pero en los demás aspectos no deja de tener similitudes con la que en el resto de España adopta el populismo de todos los partidos.
Aristóteles afirmaba que “reconocer de este modo los síntomas del mal no es propio de espíritus vulgares”, porque “tal perspicacia solo es propia del hombre de Estado”. ¿Dónde y cuándo encontraremos a ese hombre de Estado? Y cuando lo encontremos, ¿le votaremos o, mimados y anulados como personas por el Estado de Bienestar, preferiremos al demagogo que nos arrulla con lo que queremos oír?