Nec laudibus nec timore, sed sola veritate

Política

El silencio del Tribunal Constitucional

Hace ya un año que los ciudadanos españoles sufrimos una serie de restricciones arbitrarias de nuestros derechos y libertades fundamentales recogidos en el sanctasanctórum de nuestra Constitución, su Título I.

Fernando del Pino Calvo-Sotelo

9 de marzo de 2021

Hace ya un año que los ciudadanos españoles sufrimos una serie de restricciones arbitrarias de nuestros derechos y libertades fundamentales recogidos en el sanctasanctórum de nuestra Constitución, su Título I. En efecto, esos “derechos inviolables que nos son inherentes”, la libertad de circulación, el derecho de reunión o la libertad de culto, han sido suspendidos o limitados por el gobierno central y más tarde por las autoridades regionales bajo el amparo de un dudoso estado de alarma criticado por prestigiosos juristas como un estado de excepción encubierto. Aún más grave, dicho estado de alarma se alargó seis meses con poderes delegados en las CCAA sobrepasando el espíritu y la letra de nuestra Constitución, la cual, con preocupación y cuidado, quiso subrayar su excepcionalidad determinando una unidad de medida temporal de 15 días (y de 30 para el estado de excepción). Escudados en semejante adefesio jurídico, nuestras autoridades autonómicas han competido desde sus palacetes feudales para ver quién aprobaba la norma más absurda, caprichosa, dictatorial y acientífica, ciegas a sus nulos resultados epidemiológicos e insensibles al sufrimiento y ruina que causan (hasta que rolen los vientos demoscópicos, claro). Con la mayor estupefacción hemos observado, por ejemplo, los dislates totalitarios del gobierno gallego con su probablemente ilegal y claramente inmoral vacunación coercitiva, o el hipócrita discurso del gobierno andaluz llorando con lágrimas de cocodrilo mientras condena a su región a un tercermundismo crónico. Que Madrid se pueda considerar objetivamente el paladín del aperturismo sólo demuestra que en el reino de los ciegos el tuerto es el rey.

A iniciativa de un gobierno amoral e incompetente, la mayoría de partidos políticos aprobó en el Congreso el actual régimen de semilibertad (condicional, limitada y vigilada) de los españoles “por su propio bien”. Dicha añagaza del “entrégame tu libertad que yo te daré seguridad” es típica del totalitarismo, pendiente por la que resbalamos desde hace años y al que cada abuso de la clase política nos acerca más y más. El arresto domiciliario de la población, a la que luego se permitió pasear un par de horas en el patio como a presos de primer grado; los “toques de queda” y “salvoconductos”, terminología típica de regímenes dictatoriales; y las actuaciones policiales abusivas, dotadas de un peligroso carácter mesiánico que justifica todo, componen una estremecedora distopía orwelliana. Lo más inquietante es que parte de la población, asustada y aborregada por eficaces campañas de terror, encuentra cómodos los grilletes y se pregunta con naturalidad “qué me dejarán hacer la semana que viene”.

Para evitar estos abusos existe la Constitución, norma fundamental que protege a las minorías de las mayorías y a los gobernados de los gobernantes. También protege a los ciudadanos de sí mismos cuando, dominados por las pasiones o engañados por falsas promesas, votan a desalmados que les subyugan y arruinan. En este contexto de alucinante suspensión de derechos y libertades, el tercer partido político del Congreso presentó hace casi un año un primer recurso ante el Tribunal Constitucional sobre el alcance del estado de alarma seguido de un segundo recurso sobre su alargamiento hace cuatro meses, pero el Tribunal, como el general Armada, ni está ni se le espera. Es decir, que ante la suspensión de derechos fundamentales de toda la población durante meses, el supuesto garante del Derecho calla y mira hacia otro lado. ¿Cómo puede ser? No será, desde luego, porque tenga asuntos más importantes o urgentes que resolver, pues ésta es la cuestión más grave y relevante que jamás haya pasado por sus manos. Ello hace sospechar que un factor explicativo sea simplemente que el partido que presentó el recurso no está “representado” en el Tribunal, mientras los que sí lo están votaron a favor del encarcelamiento y no tienen interés en cuestionarlo (el propio y estruendoso silencio es obviamente claro indicio de inconstitucionalidad). De hecho, existen precedentes de cómo ocasionalmente la sombra de la política aparenta interferir en los tiempos de respuesta del Constitucional. En el extremo de la rapidez tenemos la sentencia que permitió a Bildu presentarse a las elecciones siguiendo la entreguista hoja de ruta del final de ETA. El Constitucional tardó entonces sólo 48 horas en pronunciarse salvando la campaña electoral, y lo hizo contradiciendo una previa y razonada sentencia del Tribunal Supremo. El tono inhabitualmente duro del voto discrepante formulado por el prestigioso e independiente constitucionalista Manuel Aragón es un reflejo elocuente del artificioso “juicio de intenciones” que el Constitucional hizo de la sentencia del Supremo: “impropio (…)”, “lamentable (…)”, “afirmando gratuitamente en contradicción con lo anteriormente señalado en la propia sentencia (…) apartándose de nuestra reiterada doctrina sobre la materia (…)”.

En el extremo de la lentitud tenemos el paralizado recurso de inconstitucionalidad sobre la ley del aborto de Zapatero presentado por Rajoy cuando estaba en la oposición ocupado en engañar a su electorado con promesas que jamás cumpliría con mayoría absoluta. Casi once años después el Constitucional sigue sin pronunciarse, y sólo encuentro una explicación. Para el PP se trataba de una finta electoralista, y cuando llegó al poder decidió no “remover” el tema traicionando a sus electores (y a su entonces ministro de Justicia) como el escorpión de la fábula de Esopo. Coincidiendo con la pérdida de interés de los titiriteros bipartidistas, da la sensación de que el Tribunal decidió meterlo en un cajón y olvidarse. Estas actuaciones quedan exentas de responsabilidad, pues en España el entramado político-burocrático se encuentra de facto por encima de las normas que a otros obligan y casi nunca es responsable de las consecuencias de sus acciones, dilaciones u omisiones salvo delito grave, público y flagrante.

El mayor mecanismo de protección de toda Constitución es su arduo proceso de modificación mediante mayorías reforzadas, por lo que el poder político comprendió enseguida que la forma más sencilla de traspasar sus líneas rojas era controlar al encargado de interpretarla. De ahí la voluntad de control del poder judicial, especialmente desde que el PSOE modificó aviesamente los criterios de elección del CGPJ en 1985. Sorprende que el Tribunal Constitucional permitiera tan evidente transgresión poniendo como condición que no se vulnerara el espíritu constitucional, es decir, que los partidos no abusaran, es decir, que las hienas se volvieran herbívoras. Desde entonces algunos partidos han criticado el sistema desde la oposición para luego disfrutarlo desde el poder: el programa electoral del PP del 2011, previo a su mayoría absoluta, prometió cínicamente “promover la reforma del Consejo General del Poder Judicial para que, conforme a la Constitución, doce de sus veinte miembros sean elegidos por y entre jueces”. No sólo no hizo nada, sino que hoy continúa preocupándose por “controlar la Sala Segunda desde detrás”.

Cuando la última defensa del Estado de Derecho calla negligentemente y mira hacia otro lado en armonía con el poder político que lo nombra es deber del ciudadano libre, si quiere seguir siéndolo, denunciarlo. La impudorosa dejación de funciones por la que el Constitucional pospone sine die fallar un caso admitido de enorme trascendencia es una injusticia palmaria que causa un enorme daño a la nación y arrastra a la institución a una cota de desprestigio impropia de un país europeo, otro ejemplo, gravísimo, de la degeneración institucional que asola España.

Fernando del Pino Calvo-Sotelo

www.fpcs.es

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