Esta crisis económica y financiera que sufre el mundo occidental y, en mayor medida, España, es la gran crisis de la deuda, del exceso de deuda. Aunque en cada país tiene rasgos propios, el elemento común ha sido el exceso de deuda, primero privada, luego también pública. ¿Cómo llegamos a esta situación? A bote pronto, y con una visión necesariamente parcial de un tema complejo, hubo tres ingredientes. Primero, los bancos centrales decidieron mantener los tipos de interés demasiado bajos durante demasiado tiempo. El propio Banco Internacional de Pagos, llamado “el banco central de los bancos centrales”, tomaba como hipótesis de trabajo en un reciente y extraordinario working paper que “la política monetaria ha contribuido significativamente a la crisis financiera”. Segundo, la banca facilitó enormemente el crédito, no sólo en precio, sino también en volumen, plazos y garantías. Tercero, la recurrente y muy humana proyección ad infinitum de los tiempos de bonanza racionalizó lo que a todas luces era irracional. Todo ello llevó a que familias, empresas y bancos perdiéramos el saludable respeto a la deuda y viviéramos todos, en la mayor parte de Occidente, una orgía de crédito. Obviamente, la responsabilidad de lo ocurrido está tanto en el lado de la oferta como en el de la demanda, tanto en el que ofrece el caramelo como en el que decide comérselo en uso de su libertad.
Esa orgía de crédito alimentó burbujas en los precios de todos los activos. Particularmente peligrosa fue la creación de la burbuja en el sector inmobiliario, debido a su iliquidez, su tamaño dentro de la economía y la aceptación social del uso de la deuda en proporciones que no se aceptarían en ningún otro caso con tanta naturalidad.
Cuando la burbuja se pinchó, el inflado precio de los activos cayó mientras que en el pasivo el principal de la deuda, como siempre, se mantenía constante e impertérrito. Un problema para el deudor, pero también para el acreedor. Con el objeto de combatir una bola de nieve de proporciones catastróficas que ellos mismos habían empujado ladera abajo, los banqueros centrales inventaron los tipos de interés cero, acabando con el tradicional concepto de rentabilidad sin riesgo y sustituyéndolo por el concepto inverso: riesgo sin rentabilidad, que lógicamente beneficia al deudor en perjuicio del acreedor. Pues bien, solucionar un problema creado por tipos de interés bajos y mucha deuda con tipos aún más bajos y aún más deuda es una huida hacia adelante. Cuando tratas de ganar tiempo esperando que alguien te salve y ese alguien no aparece, no estás ganando tiempo: lo estás perdiendo. Si alguien no puede devolver cien, menos podrá devolver doscientos. Hemos creado un sistema adicto a la deuda, dependiente de tipos de interés extremadamente bajos. Que un 6% o un 7%, unos tipos de interés históricamente normales, se consideren el umbral de incapacidad de hacer frente al servicio de la deuda es clara muestra de ello. Para curar una adicción hay que pasar el mono. No hay otra. Aumentar la dosis acrecienta la adicción y retrasa la curación.
Busquemos el fondo del asunto. En el momento en que los políticos y los banqueros centrales deciden tratar de impedir a toda costa que la sociedad sienta dolor o frustración, el umbral de dolor disminuye. Aparecen nuevos “derechos” sacados de una chistera; conceptos como responsabilidad, obligación, esfuerzo, compromiso y sacrificio pasan de moda. Creamos una sociedad más pueril y rompemos el equilibrio natural de las cosas: acertar y errar, ganar y perder. Buscando esta evitación artificial del dolor, cada vez que el crecimiento económico comenzaba a ralentizarse “papá Estado” ponía en marcha políticas expansivas destinadas a impedir que el mercado corrigiera sus excesos y sus errores de juicio de forma natural. Creyeron poder suprimir la consecuencia lógica del ejercicio de la libertad de un ser falible: los ciclos económicos, tan antiguos como sabios, tan inevitables como pertinaces. Ya saben: vacas gordas y vacas flacas, la cigarra y la hormiga. Y con ello quemaron ingentes cantidades de recursos que deberían haber sido conservados para cumplir con uno de los principales deberes de una sociedad civilizada: proteger a la (creciente) minoría que, temporal o permanentemente, no pueda protegerse a sí misma. Las buenas intenciones anularon la labor pedagógica del error y del dolor; rompieron el principio de responsabilidad y alimentaron un sistema de recompensa asimétrico (si me va bien, gano; si me va mal, no pierdo), exacerbando las conductas temerarias e irresponsables y agudizando las burbujas. Y amenazan ahora con desproteger a quienes más lo necesitan.
Esta crisis no es una recesión al uso. Es un proceso muy duro y muy largo de desapalancamiento, de reducción de deuda excesiva acumulada durante décadas. Pero no sólo eso. Los políticos tienen que entender que posiblemente nos encontremos ante tres cambios estructurales de primera magnitud, cambios que acaban con tres creencias. Primero, la creencia de que los países desarrollados pueden endeudarse sin límite. Segundo, la creencia de que media docena de hombres reunidos alrededor de una mesa tienen una bola de cristal y el conocimiento para predecir el futuro y controlar nuestro destino (un ejemplo más de la ilusión de control y arrogancia de la supuesta élite, con las desastrosas consecuencias que hemos visto en los últimos años). Tercero: la creencia de que el sistema financiero de reserva fraccionaria, basado en el apalancamiento, la confianza y la ausencia de volatilidad extrema, tiene la robustez suficiente para aguantar las embestidas del temporal.
Además de estos tres cambios estructurales comunes a casi todos los países occidentales, en nuestro país se une la creciente evidencia del resquebrajamiento del modelo político-económico. Por todo ello, el nuevo gobierno no debe creer que puede combatir esta crisis como lo hizo la última vez que alcanzó el poder. La situación hoy es mucho peor que entonces: estamos mucho más endeudados, no controlamos nuestra política monetaria, nuestra moneda de referencia, el euro, puede desaparecer y el sistema financiero adolece de una enorme fragilidad. Por si fuera poco, el disfraz de alemán que nos permitía tipos de interés más bajos que lo que probablemente nuestra realidad y nuestra historia merecían ya no confunde a nadie. Además, y aquí está la clave, no parece que el nuevo gobierno vaya a poder surfear una ola de ciclo expansivo mundial como la de la segunda parte de los años noventa (y apuntarse el tanto). En consecuencia, las reformas económicas y políticas deben tener una profundidad inédita en la acción política de los últimos cincuenta años (desde 1959, para ser exactos) y atacar de raíz nuestras deficiencias de fondo. Si afrontamos esta situación con mediocridad, quizá logremos el mínimo exigido hoy por nuestros acreedores y socios europeos en términos de reformas y una arbitraria cifra de déficit, más por obligación que por convencimiento, pero no nos llevará lejos. Si la afrontamos con grandeza deberemos necesariamente resetearnos y empezar de nuevo. Tenemos hoy la proverbial oportunidad de hacerlo. Hagámoslo.