La causa del grave deterioro institucional y de la preocupante deriva política que sufre España no se encuentra en las circunstancias presentes sino en el continuo debilitamiento del Estado de Derecho, socavado desde hace décadas por nuestra clase política (sin distinción de partidos) al socaire de las deficiencias de nuestro texto constitucional.
Sin duda, la Constitución de 1978 cumplió con un meritorio papel histórico que debemos seguir celebrando. Sin embargo, flaco favor haríamos a la verdad si olvidáramos sus improvisaciones y ambigüedades, los frívolos cambalaches de algunos de sus protagonistas y la errada supeditación de todo al ídolo del “consenso”. Al craso error del Estado de las Autonomías, que entregó un poder absoluto al nacionalismo en sus respectivas regiones, el texto constitucional sumó una asombrosa falta de respeto a la separación de poderes, concentrando el poder de forma exagerada en los partidos políticos representados en el Congreso, transformando al Senado en una cámara prescindible, desprotegiendo al poder judicial y dejando una Jefatura del Estado desnuda de potestas y dependiente de su auctoritas. Ante la ausencia de un claro freno constitucional, nuestra clase política inició muy pronto un proceso de colonización de todos los resortes del poder hasta el extremo de provocar que nuestra democracia haya ido degenerando en un despotismo de partidos atemperado por un turnismo cada vez más aparente que real.
Debemos comprender que una democracia sin separación de poderes se va transformando poco a poco en enemiga de la libertad, la ley y el orden. En efecto, como nos recuerda Isaiah Berlin, “el gobierno del pueblo no significa necesariamente libertad para todos”, puesto que el principal problema “no es quién ostenta la autoridad, sino cuánta autoridad ha de ponerse en manos de cualquier tipo de gobierno (…). La verdadera causa de la opresión radica en el mero hecho de la acumulación de poder, esté donde esté”. Por ello, Montesquieu insiste en que “para que no se pueda abusar del poder es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder”. Así surge la necesidad de una pluralidad de poderes que se compensen mutuamente, con tres poderes bien diferenciados (ejecutivo, legislativo y judicial) y un sistema de controles y contrapesos (checks and balances).
La independencia del poder judicial debe suponer el bastión inexpugnable que defienda al ciudadano de la arbitrariedad y del abuso de poder. Lamentablemente, la relativa independencia del poder judicial en la democracia española tuvo una corta vida: en 1985 el PSOE aprovechó su abrumadora mayoría para acabar con ella al hacer depender al Consejo General del Poder Judicial del legislativo y eliminar el recurso previo de inconstitucionalidad, que impedía la entrada en vigor de leyes inconstitucionales. Con aquel golpe de gracia, el poder judicial dejó de ser un poder y los españoles fuimos un poco menos libres. Naturalmente, y a pesar de prometer lo contrario, los sucesivos gobiernos del PP mantuvieron encantados el statu quo en cuanto alcanzaron el poder.
La esposa del César no sólo debe ser virtuosa, sino parecerlo. En la práctica, la independencia del poder judicial se refleja en el número de sentencias relevantes dictadas por sus más altas instancias en las cuales se hace prevalecer el interés de un ciudadano frente al interés del Estado o se hace prevalecer el interés general frente al interés particular del gobierno de turno. En este sentido, ¿cuántas sentencias del Supremo o del Constitucional indiciarias de un poder judicial independiente ha habido en España? La sentencia del Supremo respecto del golpe catalán, con su rebuscada argumentación (impropia del rigor de ese tribunal) y su extraño rechazo a la petición del fiscal de exigir un cumplimiento mínimo de condena (lo que equivale en la práctica a la puesta en libertad de los acusados tras las elecciones), da la inquietante sensación de ser un ejemplo más, aderezado probablemente por el miedo a las consecuencias político-jurídicas y por el habitual complejo español respecto del qué dirán en el extranjero (que no es recíproco, por si no se habían dado cuenta). El argumento de la necesidad (¿absoluta?) de unanimidad, aparentemente entendible, tampoco convence: otorga capacidad de veto a la minoría, permite el control del tribunal mediante el control, aunque sólo sea por simpatía ideológica, de uno solo de sus miembros, diluye las responsabilidades individuales y es ajeno al concepto de justicia. Para que se hagan una idea, desde el año 2000 el Tribunal Supremo de los EEUU sólo se ha pronunciado por unanimidad en un 36% de las ocasiones, y casi nunca en casos de especial relevancia. Si la mayoría de miembros del CGPJ, Tribunal Supremo y Constitucional fueran elegidos por los propios jueces por méritos profesionales, con criterios senatoriales de edad y experiencia y quizá incluso para un único y largo mandato no renovable ni revocable, ¿creen ustedes que ocurrirían estas cosas?
En España, sistema parlamentarista y no presidencialista, tampoco existe separación de poderes entre el ejecutivo y el legislativo. La función del ejecutivo es ejecutar las leyes que emanan del legislativo y administrar la Administración del Estado para que la maquinaria estatal no se detenga. Al no distinguir nuestra Constitución entre ambos poderes, en España siempre se ha confundido gobernar con legislar e incluso se ha medido el éxito de un gobierno por el número de leyes que aprobaba. Repetimos elecciones por la ambición sin escrúpulos de Sánchez (quizá afortunadamente), pero la causa última de la repetición electoral es la inexistencia de un poder ejecutivo independiente. Si lo hubiere, un presidente directamente elegido por los ciudadanos evitaría situaciones de interinidad o vacíos de gobierno de modo que un Congreso dividido en muchas formaciones no sería nunca obstáculo para formar gobierno sin depender del chantaje de partidos subversivos. Además, las distintas formaciones se verían obligadas a buscar puntos de encuentro que incentivarían una mayor estabilidad en el tiempo de las leyes aprobadas aumentando ese elemento clave del bien común que es la seguridad jurídica, y la probable ralentización de su tramitación reduciría ese rasgo de la patología del poder que es la incontinencia legislativa. Por último, se evitaría la incertidumbre de los ciclos políticos irregulares, fruto de la abusiva potestad que permite al presidente de gobierno decidir la duración de la legislatura exclusivamente en función de sus intereses personales. Para que vean el ejemplo opuesto de la más paradigmática democracia del mundo, desde 1845 las elecciones presidenciales norteamericanas se han celebrado siempre, puntualmente, el primer martes de noviembre de los años bisiestos.
Cualquier reforma que acote el poder político a través del imperio de la ley, de instituciones fuertes e independientes y de una efectiva separación de poderes tendrá que esperar a que pase el enorme peligro que para nuestro país supone el Dr. Sánchez (en realidad, Mr. Hyde), pero debemos ser conscientes de que, si no frenamos al poder, España va camino de convertirse un país sin ley, ni orden ni libertad.
Fernando del Pino Calvo-Sotelo
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