Venezuela es una tragedia, pero también una advertencia. Una advertencia de cómo un país antaño rico puede acabar oprimido y pauperizado por el socialismo radical y el comunismo (¿cuántos ejemplos más necesitaremos?), de cómo un pueblo puede autodestruirse engañado por las promesas de los demagogos y de cómo una democracia puede acabar en tiranía mediante la destrucción del Estado de Derecho, el sometimiento de las instituciones, el silenciamiento de los medios y la compra de votos con dinero público.
Venezuela tiene las mayores reservas de petróleo del mundo y debería ser un país próspero. De hecho, en 1950 era el cuarto país más rico del planeta, por encima de Canadá y Suiza, y durante cierto tiempo mantuvo la máxima calificación crediticia (AAA). Hoy, sin embargo, es un país completamente arrasado, con una hiperinflación que convierte la moneda local en papel mojado y con un pueblo obligado a vivir en la miseria. Según me informan fuentes locales de ayuda humanitaria, la situación es sobrecogedora. Hay hambre, y muchas familias sobreviven con una comida al día que procede de las ollas comunitarias que organizaciones humanitarias reparten en plena calle. También hay desabastecimiento de productos básicos y medicinas (que se encuentran fuera del alcance de la mayoría de la población), existe desnutrición infantil y la mortalidad se ha disparado en niños, ancianos, enfermos sin tratamiento y mujeres que dan a luz en condiciones infrahumanas. Si a alguien le ingresan en un hospital tiene que llevar su propia comida, sus propias mantas, sus propias medicinas y su propio instrumental médico, porque el hospital no tiene. A pesar de su riqueza petrolífera casi no hay gasolina, con colas en las gasolineras que pueden durar días. Tampoco hay neumáticos o recambios, por lo que el transporte es un lujo, ni papel. Los cortes de electricidad son constantes, lo que no sólo afecta a viviendas, sino también a colegios y hospitales. Mientras, los dirigentes de la tiranía bolivariana viven con ostentoso lujo en medio de una corrupción de dimensiones colosales. Mis fuentes venezolanas concluyen: “Nos gobierna una banda de delincuentes”.
Al mayor colapso económico que ha visto el mundo en décadas se une la violencia y la opresión del régimen: según la organización de derechos humanos Human Rights Watch, desde el 2016 a 2019 la policía del régimen habría matado a 18.000 personas por “resistencia a la autoridad”, mientras Amnistía Internacional (como también el Parlamento Europeo) denunciaba crímenes de lesa humanidad incluyendo ejecuciones extrajudiciales, torturas y detenciones ilegales que no respetan ni “a niños, niñas y adolescentes”, resumiéndolo así: “hambre, castigo y miedo, la fórmula de represión del régimen de Maduro”. Todo ello ha provocado el exilio de 4 millones de venezolanos, el 15% de la población, provocando una crisis humanitaria sin precedentes en tiempos de paz.
La imposición de un sistema social-comunista de tinte marxista y totalitario permitió a Chávez y Maduro el saqueo y la sistemática demolición de Venezuela, pero ¿cómo llegaron al poder? Tras la crisis del petróleo de 1973 (una panacea para países exportadores como Venezuela), la sobrevenida lluvia de petrodólares fue dilapidada con los habituales programas de gasto público compra-votos (diferentes versiones del “vótame y podrás vivir sin trabajar”). Se nacionalizó la industria petrolífera, se politizó el banco central, la deuda pública se disparó y los distintos gobiernos comenzaron a imprimir billetes como si no hubiera un mañana. Así, 1983 fue el último año en el que la inflación en Venezuela se mantuvo en un dígito. En 1998, a una corrupción estructural se unió una grave crisis económica causada por una caída del 55% del precio del crudo y un fácil “enemigo” al que culpar de todo: a cambio de su ayuda, el FMI demandó austeridad, es decir, que se acabara la juerga. Era la oportunidad de Chávez para auparse al poder, el mismo “momento leninista” que intentaría explotar Podemos en 2015. Chávez, golpista indultado tras liderar un fallido golpe de Estado en 1992, arrasó en las elecciones con un 56% de los votos tras mentir descaradamente: negó que fuera un socialista radical y prometió mucha “democracia”. Entonces tuvo el golpe de suerte que le permitiría perpetuarse en el poder: por esos azares del destino, el precio del petróleo marcó mínimos un mes antes de que tomara posesión, y en los siguientes nueve años se multiplicó por 14 (de 10 a 145 dólares por barril). Muchos venezolanos creyeron que su cambio de fortuna se debía a su líder y al socialismo bolivariano y no a una efímera burbuja financiera en los mercados internacionales. Así, a pesar de su creciente autoritarismo, a todas luces evidente, Chávez sería reelegido por parte de un pueblo convertido en dócil dependiente del subsidio, de modo que la libertad le viniera grande y le acabara importando poco. Chávez modificó la Constitución, creó una nueva policía de régimen, asaltó todas las instituciones (Consejo Nacional Electoral, Tribunal Supremo…), persiguió a la disidencia política, corrompió al Ejército y destruyó el Estado de Derecho, convirtiendo su voluntad en la única ley. Esto es lo que el hoy vicepresidente Iglesias consideraba “una de las democracias más saludables del mundo” (sic). Las políticas social-comunistas fueron cada vez más agresivas, con constantes expropiaciones y excesos de todo tipo que expulsaron a quienes producían. Cuando el petróleo cayó, el espejismo se desvaneció dejando al desnudo la corrupta incompetencia del régimen. La farsa tocaba a su fin. A Chávez le sucedió el impopular Maduro, prohijado por la dictadura comunista cubana, que intentó amañar unas elecciones no reconocidas por la comunidad internacional (“ni legítimas, ni libres, ni justas, ni creíbles”, según la UE), desató la violencia contra manifestantes desarmados y opositores, rechazó convocar nuevas elecciones y se refugió en la “internacionalización del conflicto” -como pretendía ETA y pretenden ahora los separatistas catalanes- con Rusia e Irán. Bajo Maduro, la economía ha terminado de colapsar: en sus primeros cuatro años, la inflación se disparó fuera de control y el PIB se desplomó un 40% antes de que a finales del 2017 EEUU impusiera sanciones. Entre 2018 y 2019 el PIB cayó otro 45% adicional, algo nunca visto en el mundo en tiempos de paz.
La lección que debemos extraer es que Venezuela no se destruyó de la noche a la mañana, sino poco a poco. El gobierno bolivariano social-comunista fue gradualmente colonizando todas las instituciones y poderes del Estado, creó masas de votantes subsidiados y construyó una hegemonía comunicacional. Primero utilizó la mentira y la seducción; más tarde, la intimidación; y, por último, la violencia. Existen evidentes diferencias entre Venezuela y España, pero también hay preocupantes indicios coincidentes que no podemos soslayar. Nuestro vicepresidente del gobierno es un comunista bolivariano discípulo entusiasta de su patrocinador Chávez (“cómo se echa de menos al comandante”, dijo) y admirador de Robespierre, Mao y Lenin. Esto no ocurre en ningún país occidental. Nuestro presidente del gobierno, cuya amoralidad distrae de su izquierdismo radical, se niega a recibir al presidente encargado de Venezuela reconocido por 59 países (Europa, Canadá, EEUU y casi toda Hispanoamérica) mientras sigue sin acreditar al embajador en España nombrado por aquél, incumpliendo una resolución del Parlamento Europeo. Luego está el servilismo de permitir la larga escala en el aeropuerto de Madrid de la lugarteniente de Maduro (que venía de visita a intentar contrarrestar el efecto de la ronda europea de Guaidó), contraviniendo de facto una orden europea (la montaña de mentiras con que se ha tratado de encubrir el episodio habría causado una grave crisis política en cualquier país serio). Por último, el siniestro Zapatero, valedor secreto de Iglesias, defiende ya sin rubor a la tiranía que le trata de forma tan principesca, mientras miente sobre la realidad venezolana. La simpatía que muestra el frente social-comunista que nos gobierna hacia la corrupta tiranía de Maduro causa estupor en los gobiernos occidentales. ¿No debería ponernos en guardia en España?
Fernando del Pino Calvo-Sotelo
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