Hace ya tres largos años que el actual Gobierno llegó al poder como por ensalmo, aparentemente aupado por una durísima crisis económica y por la manifiesta incompetencia, destructividad y banalidad de la, sin embargo, reelegida administración del expresidente sonriente. Aquellas elecciones generales y las autonómicas precedentes otorgaron a quienes hoy nos gobiernan un enorme poder y les brindaron una oportunidad única para cambiar España. Sin embargo, tenían decidido no cambiar absolutamente nada, salvo subir los impuestos una y otra vez. El país necesitaba un golpe de timón, pero sólo supieron ponerse al pairo. Ésta es la lamentable crónica de lo que este Gobierno pudo ser y no fue.
Este Gobierno pudo haber reconocido que, después de treinta y cinco años, los numerosos errores y debilidades del herrumbroso engranaje de 1978 habían quedado al desnudo. El sistema de partidos políticos, con sus opacidades y corruptelas y sin democracia interna alguna, y la impunidad con que operaba la clase dirigente (en abierto contraste con las opresivas reglas que subyugaban al resto de los ciudadanos) habían colmado la paciencia de la gente. Además, el asfixiante peso del Estado y el gasto descontrolado de las Administraciones nos habían colocado cerca del precipicio de la suspensión de pagos.
El primer paso debió ser la puesta en marcha de un proceso para jubilar el Estado autonómico. Las CCAA habían sido unas chapuzas creadas de la nada, sin competencias bien delimitadas, carentes de responsabilidad fiscal y con demasiadas apariencias de país independiente, dando así ínfulas a los cansinos y machacones nacionalismos. Se habían acabado convirtiendo, además, en una fuente de despilfarro y, en demasiadas ocasiones, en foco de corrupción, favorecida ésta por una reducidísima alternancia política que ponía de manifiesto una baja calidad democrática: en Andalucía gobernaba el mismo partido desde hacía 30 años, en Extremadura había ocurrido lo mismo durante 28 años, en Castilla La Mancha, 29 años, en Castilla León, 26 años, en Madrid, 18 años, y en las dos comunidades más nacionalistas, 25 y 33 años. Las CCAA también se habían caracterizado por multiplicar por cuatro el número de funcionarios y crear una mastodóntica maquinaria burocrática, incontinente generadora de miles de normas y regulaciones completamente independientes entre sí y en ocasiones contrapuestas; así, habían logrado convertir un mercado único en un desordenado galimatías de ridículos minifundios. El nuevo gobierno pudo haber reconocido esta realidad y haberla cambiado, pero decidió que era demasiado trabajo, o quizá que los intereses del partido eran más importantes que los del país.
También debió haber reformado el maltrecho poder judicial, zarandeado, infiltrado y desnaturalizado con creciente impudor por los partidos políticos durante treinta años y caracterizado por una evidente falta de eficiencia y una desesperante lentitud. Naturalmente, habría tenido que comenzar por una tajante separación de poderes, asegurando que los máximos órganos judiciales fueran elegidos por los propios jueces sin injerencia política alguna y utilizando criterios objetivos de exigencia de currículum y edad mínimas y larga duración de mandatos para asegurar su independencia. Sin embargo, el gobierno prefirió mantener incólume su cuota de poder y conservar, de este modo, su pasaporte a la impunidad.
El gobierno debió haber acabado con la opacidad de lo público, sometiendo las cuentas públicas a un escrutinio igual o mayor que las cuentas privadas. Partidos políticos, sindicatos, organizaciones empresariales y entes públicos habrían estado obligados a una auditoría independiente seis meses después del cierre de cada ejercicio, como cualquier empresa, y no a una vaga supervisión, con cinco años de retraso, por parte de un famélico Tribunal de Cuentas, mantenido adrede en la más desesperante impotencia.
El nuevo Gobierno pudo también haber creado un Ministerio de Desregulación, Seguridad Jurídica y Libre Competencia con el objeto de simplificar la alambicada y laberíntica legislación española y devolver al ciudadano la libertad que tanta norma fútil le había arrebatado. Debió haber comprendido que gobernar no significa legislar, y que los constantes cambios normativos producen desconfianza, confusión y parálisis. La reducción del sinnúmero de licencias y permisos exigidos para realizar las actividades más baladíes habría facilitado que floreciera y se desarrollara el espíritu empresarial, única savia que crea riqueza. Asimismo, pudo haber fomentado la libre competencia en tantos sectores donde lo que cuenta es estar protegido por un decreto, una licencia o un amiguete. Sin embargo, prefirió que siguiéramos dependiendo del decreto, la licencia o el amiguete, o sea, de ellos.
Cómo no, el Gobierno debió haber puesto coto a la corrupción sistémica que nos asola, la cual había ido aumentando el umbral de asombro de la población (acostumbrada ya a todo tipo de desmanes) y el desprestigio de la clase política. Sin embargo, con una viga en su ojo era posible que ello le llevara a la autoinmolación, así que para qué arriesgarse.
Entendiendo que la acumulación de déficits y el aumento de la deuda habían colocado a España al borde de la suspensión de pagos y roto la solidaridad entre generaciones, el Gobierno debió haber establecido un límite constitucional a la capacidad de déficit y endeudamiento. Evitar déficits en las cuentas públicas es sencillo: basta establecer que, en caso de producirse, ninguno de los diputados pueda presentarse a la reelección en la siguiente legislatura. Simple y eficaz. Por el contrario, lo que el gobierno decidió aprobar con gran fanfarria establecía con el descaro habitual que el límite podría superarse en caso de recesión económica o situaciones de emergencia, según lo entendieran sus señorías. Asimismo, el gobierno debió haber reducido significativamente los impuestos de forma simultánea a la reducción del gasto público, y confiar en que el espacio dejado por la losa ineficiente
del Estado al sector privado obrara maravillas. Sin embargo, su ideología claramente socialista y su ADN intervencionista le cegaron.
También debió haber revolucionado nuestra trasnochada legislación laboral, cortando de cuajo su crónica rigidez de modelos encorsetados y la influencia disparatada de sindicatos y organizaciones empresariales. ¿Tan difícil era entender que, siendo el empresario el que siempre inicia el proceso de contratación, es a él a quien hay que motivar? ¿Que dificultar el despido significa dificultar la contratación? Sin embargo, lo único que decidió hacer fue una de sus típicas mini reformitas, que pretenden hacer pasar el ronroneo de un minino por el rugido de un león macho en celo.
Por último, este Gobierno debió haber eliminado los experimentos de ingeniería social del expresidente sonriente (incluido el tema del aborto, probablemente la cuestión moral más relevante de nuestro tiempo). Sin embargo, prefirió tratarlos con mimo, dando carácter de permanencia a lo que debería haber sido un desafortunado paréntesis e incumpliendo de paso más promesas electorales.
Créanme: España no necesitaba un Gobierno rancio, indolente, inercial, funcionarial, suplicante de que le dejaran disfrutar del poder sin sobresaltos, que llamara prudencia a una incapacidad patológica de tomar decisiones. No. España necesitaba un Gobierno audaz, decidido, valiente, rompedor. Tampoco necesitaba un gobierno que incumpliera todas y cada una de sus promesas, sino uno que devolviera la fe en la dirección del país y fuera ejemplo de compromiso, seriedad y respeto a la palabra dada. Después de dos legislaturas funestas, España no podía permitirse un Gobierno que frustrara tanta esperanza, perdiera tanto tiempo tan miserablemente y desperdiciara semejante oportunidad. Ahora la oportunidad pasó. Qué barbaridad.