Hace unas semanas el Gobierno presentó su reforma de la Administración, que fue calificada ampulosamente por su portavoz de “esfuerzo titánico e inédito”. Dicho lenguaje inevitablemente me recordó el famoso acontecimiento planetario con el que un miembro del anterior Gobierno describió el efímero encuentro (un mero apretón de manos) entre nuestro entonces presidente sonriente y su homólogo americano. En fin. La presentación y el contenido de esta nueva reforma reflejan el estilo de la actual administración que, enormemente consistente en su mediocridad, se dedica a hacer retoques que se quedan a medio camino, a venderlos en Bruselas como si fueran verdaderas reformas en profundidad y a sentarse a esperar a que la situación mejore por sí sola. Éste es el Gobierno de las mini reformitas, experto en parecer, en vez de ser; experto en creer ganar tiempo, es decir, en perderlo.
España necesita una profunda reforma de su Administración para extirpar dos de sus cánceres. El primero es el asfixiante y mastodóntico cuerpo regulatorio creado por la clase política nacional y autonómica en los últimos 30 años, probablemente el mayor de la OCDE. Esta drástica desregulación debe permitir al ciudadano y a la empresa realizar sus actividades normales sin tener que estar permanentemente pidiendo todo tipo de permisos absurdos y ridículos a la Administración y en relación de constante dependencia respecto a la misma. El segundo es el gasto público, plagado de escandalosos despilfarros e ineficiencias. La reforma presentada no aborda ni lo uno ni lo otro, sino que se limita a hacer una llamada a servir mejor al ciudadano y a simplificar tímidamente la Administración para dentro de un par de años o así. Con calma, vaya. Supongo que para dar ejemplo de simplificación, redactan un documento base de 2.000 páginas con un resumen de 250 (sólo un grupo de opositores podría alardear de ello). También mencionan la conveniencia de reducir el número de organismos públicos, para lo cual qué mejor ejemplo que crear algunos más, como una tal Central de Información y una tal Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal.
Pues bien, el citado documento comienza de forma poco halagüeña enmarcando este reforma en las anteriores mini reformitas (laboral y financiera). Al afectar a la Administración, menciona en particular la Ley de Transparencia, cuyo proyecto (conviene recordar) fue presentado con la fanfarria habitual tras el Consejo de Ministros del viernes 23 de marzo del 2012, es decir, hace casi año y medio, y aún se encuentra en estado de trámite parlamentario a pesar de la mayoría absoluta del partido de turno en el poder. Como crudo contraste con aquello que puede tocar los privilegios de la clase dirigente, las subidas de impuestos a los ciudadanos, la genuina especialidad del actual Gobierno, se realizan en cambio con una celeridad envidiable.
Lo que sí cabe calificar de titánico es el esfuerzo que hay que hacer para entender cuánto gasto público ahorrarán las medidas propuestas, si es que ahorran algo. El único párrafo que menciona este asunto es tan artificiosamente farragoso que es imposible encontrar una cifra clara, probablemente lo que sus autores pretendían. En un documento de 250 páginas no existe una sola tabla de excel que resuma los ahorros totales por partidas, sino que se presenta una mezcolanza de datos heterogéneos destinados a obtener falaces, rápidos y favorables titulares de la prensa nacional. El ahorro real anual parece encontrarse en cifras del orden de cero coma algo por ciento del PIB, o sea, una tomadura de pelo, muy alejada de la cifra publicada en todas partes. Imagínense que unos señores estuvieran contratados por una empresa con grandes pérdidas con el objetivo de reducir gastos para evitar una suspensión de pagos. Tras año y medio sin dar señales de vida, suben al despacho del presidente y le explican que no hay que hacer gran cosa porque conocen algún competidor que está aún peor, pero que si les dan dos años más podrán reducir los gastos quizá un 1%, en el mejor de los casos. ¿No serían despedidos de modo fulminante (para entrar acto seguido en política, supongo)?
En mi opinión, lo más relevante del documento es que delata lo poco que podemos esperar de este Gobierno. Comienza alabando la Administración española, habla maravillas de la configuración del Estado Autonómico y justifica constantemente el volumen de gasto público en España escudándose en que algunos países de la decadente y socialista Europa aún están peor. Como si suspender pagos todos juntos, de la manita, fuera más divertido; como si en el 2012 no hubiéramos sido el país europeo con mayor déficit público y mayor aumento de deuda pública; como si no hubiéramos estado en dos ocasiones al borde de la suspensión de pagos para ser salvados in extremis por terceros. La vicepresidenta del Gobierno lo dejó bien claro: “Hemos puesto negro sobre blanco algunos mitos”, como que el tamaño del sector público es excesivo, y “tampoco es tal el enorme aparato burocrático”, al que calificó de “muy constreñido”. Llegados a este punto, digo yo, cabe preguntarse por qué realizar una reforma de la administración. Si la Administración española es estupenda, la burocracia no es un problema y el tamaño del sector público tampoco, ¿qué sentido tiene reformar nada? Evidentemente, partiendo de estas premisas no existe motivación alguna para llevar a cabo ninguna reforma de calado, y la probabilidad de suspender pagos aumenta exponencialmente.
Queda ya meridianamente claro que este Gobierno cree que el gasto público no puede ni debe ser reducido. A modo de ejemplo, en la Administración Central, el Instituto Cervantes tiene más de 1.100 empleados, el Instituto Nacional de Estadística (en la era de los ordenadores) tiene 4.400, las nueve Confederaciones Hidrográficas, casi 5.000, el INEM emplea a 10.700 personas, y la Agencia Tributaria a 28.000 (en relación a la población, el doble que su comparable estadounidense, por ejemplo). Aunque a usted y a mí, querido lector, que somos quienes mantenemos estas plantillas mediante nuestros impuestos, nos choquen estas cifras, el Gobierno las considera perfectamente adecuadas.
Propaganda, conformismo y lentitud. Cada mini reformita es una oportunidad desperdiciada, un tiempo perdido, un clavo en el ataúd de nuestra reputación. Mientras España vive su Gran Depresión bajo la intermitente amenaza de una suspensión de pagos, adolecemos de una lamentable carencia de visión y liderazgo que dura ya nueve años. Buscando el por qué de esta ausencia de acción reformista seria que permita ofrecer a España una esperanza de futuro que saque los mejor de nosotros mismos, uno duda si será por la ideología socialista de las tres últimas administraciones o por la voluntad, idéntica en los dos grandes partidos, de mantener incólume el garito partitocrático que tanto les beneficia. Además de todo ello, quizá haya algo más. Quizá nos encontremos, simple y llanamente, ante un problema de incompetencia.