“El poder tiende a corromper”. Esta famosa frase del historiador católico británico Lord Acton se cita mucho pero se comprende poco. Hoy en día, la corrupción se representa en la imaginación colectiva de forma excesivamente restringida y pueril, ciñéndose prácticamente al proverbial sobre por debajo de la mesa. Sin embargo, la potencia corrosiva que ejerce el poder sobre la persona abarca un concepto mucho más amplio, tiene un origen antropológico y trasciende lo que hoy pueda ser legal o ilegal. Por ello, resulta preferible decir que el poder tiende, siempre, a destruir la moral y la capacidad de juicio de la persona. Esta convicción, congruente con continuas evidencias empíricas y con la naturaleza caída del hombre, ha sido respaldada en las últimas décadas por un vasto maremágnum de investigaciones psicológicas sobre el efecto del poder en la conducta de la persona. No obstante este enorme caudal de conocimiento acumulado, la psicología del poder no ha recibido la publicidad que merece (a pesar de la popularidad de esa genial alegoría sobre el poder que es El Señor de Los Anillos, del también católico J.R.R. Tolkien).
Debo agradecer mi introducción a esta materia al extraordinario trabajo de tres psicólogos de las universidades norteamericanas de Berkeley y Stanford: Dacher Keltner, a quien conocí hace unos años, Cameron Anderson y Deborah Gruenfeld. Lo que sigue son los reveladores descubrimientos a los que han llegado ellos y otros, donde se evidencia cómo el poder cambia a la persona (a peor).
¿Qué es el poder? El poder es la capacidad de un individuo de mejorar o empeorar la situación de otros controlando un sistema de premios y castigos a los que los otros individuos son vulnerables. A través de esta capacidad, el poderoso es capaz de imponer su voluntad sobre la de los demás. Por lo tanto, el ejercicio del poder requiere como condición necesaria de una relación de dependencia de la mayoría de individuos que no son poderosos. El súmmum del poder es el que es completamente arbitrario, que no ve constreñida su capacidad por unas reglas exógenas, sino que impone él mismo las reglas y las adapta continuamente a sus propósitos.
¿Cómo afecta el poder a la conducta? Uno de sus efectos es que el muy poderoso tiende a volverse más indiferente a lo que piensan y sienten los demás, perdiendo sensibilidad y capacidad de empatía y mostrando una mayor frialdad ante el sufrimiento ajeno. Se hace mucho más receptivo a las recompensas que a los castigos, dado que frente a estos últimos se ve impune, y contempla a las personas que le rodean como instrumentos para alcanzar sus objetivos individuales (sus recompensas), valorándoles en función de cómo les faciliten la satisfacción de sus deseos. En su narcisismo, piensa que los demás giran en órbita a su alrededor; por ejemplo, atribuye el éxito de otros a su propio poder más que al esfuerzo de esos otros. La capacidad de juicio de la persona aquejada del virus del poder también se resiente: primero, el muy poderoso comienza a abusar del uso de estereotipos para juzgar a las personas, mostrando menos atención a la información individual y, por tanto, juzgando con simpleza excesiva y menor precisión las actitudes y posiciones de los demás; segundo, es más proclive a correr riesgos excesivos; tercero, distorsiona la realidad, en particular la imagen que tiene de sí mismo en comparación a cómo es percibido por los demás, y se aísla. Otro rasgo interesante es que el poder tiende a desinhibir a la persona, que deja de controlarse a sí misma (de ahí lo adecuado de la expresión “borracho de poder”). El poderoso alimenta la fantasía de creer que su comportamiento nunca va a tener consecuencias negativas y, de este modo, comienza a verse por encima de la ley y de las convenciones sociales y morales. Al sentirse por encima del bien y del mal, entiende que aquello que le está vetado al común de los mortales a él le está permitido. Empieza a naturalizar conductas socialmente inapropiadas, más egoístas, impulsivas y agresivas, desde la ruptura habitual de normas de cortesía (interrupciones, gritos, humillaciones, etc…) hasta la apropiación indebida de recursos económicos (tanto ilegalmente, como en los casos de corrupción política que estamos sufriendo, o legalmente, a través de una remuneración abusiva). Curiosamente, una conducta sexual exageradamente desinhibida parece ser sintomática de la enfermedad del poder; según estas investigaciones, en el caso de los hombres poderosos éstos confunden conductas ambiguas de la mujer con interés sexual (y actúan en consecuencia), incluyendo el acoso sexual o la normalización de la infidelidad. En resumen, quizá el descubrimiento más inquietante de los psicólogos es la evidencia de que el poder hace a las personas más proclives a actuar como sociópatas, con conductas que asemejan la de pacientes que tienen dañada la corteza orbitofrontal de su cerebro. De hecho, estos autores dejan al lector “que establezca sus propios paralelismos entre poder elevado y psicopatía”.
Existen fuerzas que pueden contrarrestar la potencialidad corrosiva del poder. La rendición de cuentas, que combate la sensación de impunidad, y la limitación de la arbitrariedad son fuerzas eficaces en este sentido. Las creencias y virtud del individuo, como un peculiar sistema inmunológico, influyen también en su capacidad de aguante frente a la patología del poder: en pura lógica, aquellos que creen en la existencia de unas normas de conducta superiores e inmutables o en una Autoridad Superior de la que es imposible ocultarse resistirán mejor los efectos nocivos del poder. De forma más vaga, la existencia de un código de valores en la sociedad también reduce la corrupción del poder; hoy no parece que tal código exista.
Se atribuye a Abraham Lincoln la siguiente frase: “casi todos podemos soportar la adversidad, pero si queréis probar el carácter de un hombre, dadle poder”. Ahora sabemos que pecaba de optimista, puesto que la inmensa mayoría de nosotros no pasaría esa prueba. Desde la aceptación de esta realidad muchas cosas cobran sentido. Los estragos que el poder puede causar en las personas es la causa última de la imperiosa necesidad de limitar el poder político (también existe, desde luego, una aplicación al mundo de la empresa y de la banca, donde el poder elevado corrompe igualmente, pero ese tema pertenece a otro artículo). Paradójicamente, para defender la libertad de los ciudadanos frente a la patología del poder hay que limitar esa misma libertad en quienes nos gobiernan. El camino para conseguirlo es bien conocido: Estado reducido (en tamaño y potestad regulatoria); imperio de la Ley (acercándonos a unos principios inmutables y alejándonos de la legislación caprichosa y constantemente cambiante); estricta separación de poderes (ejecutivo, legislativo, judicial), limitación de mandatos (en el Gobierno y también en los partidos), transparencia total y obsesiva, sistemas de control y contrapoder con instituciones fuertes e independientes (checks and balances) y rendición de cuentas (con auditorías de cuentas serias y rápidas y sistemas electorales de representación más directa). Virtualmente secuestrada por su despótica clase dirigente, la España de hoy continúa atrasadísima en este terreno. Y así nos va.