La organización europea que hoy conocemos, esto es, la del mamut burocrático de Bruselas, la de los representantes no electos de 500 millones de ciudadanos, la de las diecinueve estériles y crecientemente patéticas cumbres anti crisis y la del chapucero invento político del euro, está sumergida en un caos de notables proporciones. Esta Europa caótica se tambalea sobre sus tres pilares: Francia, la que mandaba, decidida a posponer el inevitable declive de su grandeur a través de su liderazgo; Alemania, económicamente poderosa pero hasta ahora influenciable por su sentimiento de culpa derivado del nazismo y la II Guerra Mundial; y una burocracia que, como es propio de su naturaleza, ha resultado voraz y enfermizamente intervencionista.
Comencemos por Francia. En un acto de justicia poética, nuestros vecinos franceses tienen ahora su propio presidente sonriente y el resultado será más o menos el que tuvimos nosotros con el nuestro. El mismo domingo en que el mundo tenía puestos sus ojos en las irrelevantes elecciones griegas el foco debería haberse centrado en las elecciones legislativas francesas, donde la arrolladora victoria socialista abría las puertas de par en par al delirante programa económico del recién estrenado presidente. Este programa, que bien podría haber sido diseñado por el duque de Wellington, va a acelerar aún más la lenta decadencia económica de este país y su rumbo de colisión con Alemania: tipos impositivos del 75%, aumento del número de funcionarios, un sistema laboral “en el que sea tan caro despedir que a las empresas no les compense” y otros disparates en un mundo globalizado. Paradigma de los socialistas españoles de todos los partidos, Francia lleva cuarenta años consecutivos de déficit público y quince de pérdida acelerada de competitividad: todo un récord. Como todos los récords, será superado.
Alemania tiene pocos incentivos para garantizar la deuda de unos países de los que no se fía y, por el momento, financiándose al 1% a 10 años y con un euro más débil que favorezca sus exportaciones, no tiene prisa por cambiar el statu quo. A Alemania primero le aseguraron que todo el problema era Grecia, y que con un pequeño desembarco anfibio en forma de pequeño fondito se arreglaba todo; luego le dijeron que hacía falta traer la artillería pesada, y se creó el EFSM y otros acrónimos similares; poco después le dijeron que la opción nuclear acabaría definitivamente el conflicto y que con un trillón de euros de “liquidez” para los bancos se daría carpetazo al asunto (LTRO). Tres meses más tarde, sólo tres, caramba, les piden una pequeña operación de comandos para acabar con la insurgencia que sorprendentemente sigue resistiendo; ello se concreta en otros 100.000 millones adicionales para salvar el sistema financiero español; ya saben, “quizá el más sólido del mundo”, según alardeaba nuestro expresidente sonriente. Un trillón por aquí, otro trillón por allá, y pronto podemos tener un problema, han debido pensar los alemanes. Porque esta serie de acontecimientos se acerca a la definición de auf den Arm nehmen, esto es, una tomadura de pelo. En mi opinión, lo más racional para Alemania sería volver al marco, con unos costes elevados pero cuantificables y con grandes ventajas: estabilidad, seguridad, soberanía y control; mantener el euro, por el contrario, tiene consecuencias impredecibles y un coste creciente e indeterminable; un verdadero pozo sin fondo. Por lo tanto, ir de farol con Alemania respecto al euro no es recomendable. Además, este país tiene dos poderosos actores bastantes independientes del poder político (algo por completo desconocido en España): el todavía poderoso Bundesbank, que sería feliz con la vuelta al marco, y el Tribunal Constitucional; no los perdamos de vista.
El tercer pilar es el más preocupante. Para tener una unión comercial y libertad de movimientos de personas, mercancías y capitales no hace ninguna falta un aparato burocrático gigante en Bruselas y Estrasburgo, ni una moneda común torpemente diseñada por políticos para hacer realidad sus fantasías de poder, ni una unión política donde los ciudadanos no contamos para nada. El precedente de la malhadada Constitución Europea, cuyos referendos se suspendieron en cuanto dejaron de dar el resultado apetecido por las élites orwellianas de Bruselas, es un claro ejemplo de esto último. Pero aquí topamos con los euro-fundamentalistas, cuyo fanatismo siempre me ha sorprendido. Para un euro-fundamentalista en pánico no hay leyes, tratados y democracias que valgan; es la perfecta personificación de que el fin justifica los medios. Me resulta inquietante una Europa llena de estos personajes obsesionados por lograr su sueño político a cualquier precio, sacrificando en el altar del euro y de la Gran Europa el imperio de la Ley, la libertad de sus ciudadanos, la racionalidad de las políticas y el sentido común. Antes creía que el Presidente checo Vaclav Klaus exageraba cuando decía que la UE se parecía a la URSS, pero el tiempo le va dando la razón. Esta Europa del Anillo Único de Tolkien, “un Anillo para gobernarlos a todos…”, me perturba cada vez más.
Actualmente, los burócratas no electos que gobiernan la UE son incapaces de adelantarse a los acontecimientos y se encuentran inmersos en obsesiva guerra con un enemigo invisible llamado “los mercados”. Naturalmente, no son los mercados en sí lo que les molesta, sino el hecho de que los mercados sean libres, difíciles de manipular, controlar o amedrentar. Es decir, que lo que realmente les resulta intolerable a los políticos europeos es que los mercados no les obedezcan. Falta de costumbre, supongo.
El euro, por último, supuso para los países periféricos una apropiación indebida de credit rating, un robo de identidad que permitió que nos endeudáramos de forma masiva con tipos de interés desacordes con nuestro historial. Hoy, adictos ya a esa peligrosa droga llamada deuda barata, pedimos más y más dosis. Entre los potenciales prestatarios y avalistas europeos destacan los cuatro últimos AAA, una especie en peligro de extinción; éstos remolonean incómodos, poco predispuestos a arriesgar su máxima calificación crediticia y su futuro por cargar mochilas ajenas sobre sus espaldas. Primero se conformaron con promesas; más tarde pidieron garantías; y ahora van a exigir tener la autoridad para gestionar y controlar nuestras cuentas. Como Sancho Panza, creen que más vale un “toma” que dos “te daré”, y arguyen con lógica impecable que responsabilidad y autoridad deben ir siempre de la mano. Por ello, da la sensación de que Europa nos está empujando a pedir el rescate, esto es, la intervención, el desembarco, la toma de despachos.
Imploramos al BCE que compre nuestra deuda con el discurso estándar para estas ocasiones, es decir, “de forma temporal, hasta que se normalice la situación”. Esta solución, la más cómoda para los políticos desde tiempos inmemoriales, nunca ha terminado bien, es económicamente incorrecta, moralmente reprobable y desincentiva las reformas estructurales que necesitamos. Lo que debe hacer España es ajustar su nivel de gasto público a la nueva realidad, eliminando no sólo el colosal despilfarro de nuestras Administraciones, sino directamente muchas de esas Administraciones. De tinte claramente socialdemócrata, nuestro aturdido Gobierno se ha especializado en subir impuestos a troche y moche sin apenas tocar el gasto. El sector público no quiere ajustarse bajo ningún concepto, porque dicho ajuste pasa ineludiblemente por modificar en profundidad el sistema político-económico del 78, cuyas graves deficiencias impiden nuestra recuperación. El problema es que la clase dirigente, políticos y Sindicatos S.A, es la primera beneficiaria de dicho sistema y, por consiguiente, carece de incentivos para cambiarlo. Los ciudadanos somos rehenes del mismo sistema y nos encontramos inermes e impotentes para hacerlo. Quién sabe, quizá la intervención de los burócratas de Bruselas lo logre.