Nec laudibus nec timore, sed sola veritate

Política

España o Sánchez

Fernando del Pino Calvo-Sotelo

9 de abril de 2019

Gracias a estos meses de esperpéntico gobierno hemos sabido de qué es capaz el actual líder socialista, por lo que, más allá de las siglas con las que unos y otros simpaticemos habitualmente, resulta esencial que comprendamos que lo que nos jugamos en las próximas elecciones es España misma, la existencia del Estado de Derecho, nuestra supervivencia como nación y nuestra dignidad como españoles.

Claro que todos los gobiernos de la democracia han cedido frente al nacionalismo (cronológicamente, de menos a más, independientemente del color del gobierno de turno), pero ninguno había cruzado tantas líneas rojas ni traicionado tantos principios simplemente para alargar el disfrute de un individuo que goza tan ostentosamente de los lujos inherentes al cargo. Dime con quién vas y te diré quién eres, dice el refrán. Nunca un gobierno había caído tan bajo. A la indignidad de ir con los simpatizantes de quienes asesinaron a sangre fría a 829 españoles en nombre de la superioridad racial vasca se suma la indignidad de ir con quienes han dado un golpe de Estado en Cataluña y también con el comunismo leninista bolivariano admirador de quienes han destruido la libertad y han llevado a la miseria a Venezuela. Naturalmente en la campaña Sánchez mentirá sobre su intención de renovar los votos de esta alianza, a pesar de la evidencia; eso se le da bien.

Pero simplificaríamos en exceso si redujéramos la crítica a una persona carente de escrúpulos y del más mínimo sentido de Estado, que cree que su voluntad es ley y no respeta ni las normas ni las instituciones, o que muestra tantos rasgos de la patología del poder. El problema de fondo es que en el PSOE va primando repetidamente la opción más sectaria. Como me explicaba con preocupación un exministro socialista, “las masas están radicalizadas”. Esta alarmante radicalización de la militancia socialista explica que quienes lideran hoy el PSOE gloríen al socialismo de los años treinta. Sabemos que los únicos partidos que mantienen las siglas de aquella tenebrosa época son el PSOE, ERC y el PNV, casualmente hoy aliados, pero ¿cómo puede el socialismo del s. XXI conmemorar ese pasado? Porque el PSOE de entonces no era un modelo a seguir, precisamente.

Su fundador Pablo Iglesias Posse debutó como diputado el 7 de julio de 1910 amenazando al entonces líder del Partido Conservador: “Antes que su señoría suba al poder debemos llegar hasta el atentado personal”. Tras la llegada de la Segunda República, el PSOE vivió una pugna entre la rama moderada de Besteiro y la rama más bolchevique, revolucionaria y violenta de Largo Caballero y Prieto. Como suele ocurrir en el PSOE, ganaron los radicales. Habiendo vencido en las primeras elecciones de 1931, la izquierda perdió las siguientes en 1933. Negándose a aceptar el resultado, el PSOE se alió con ERC para dar un golpe de Estado y retomar el poder por la fuerza. Aunque el golpe fracasó, dejó herida de muerte a la Segunda República. ¡Cómo va a sobrevivir un sistema democrático en el que un partido sólo lo acepta si gana y, si no, recurre a la violencia! Largo Caballero lo había dejado claro en la campaña electoral de 1933: “Si la legalidad no nos sirve, si entorpece nuestro avance, pasaremos por encima de la democracia  burguesa e iremos a la conquista revolucionaria del poder”. Años más tarde, Prieto reconocería arrepentido su participación en la intentona golpista del PSOE: “Me declaro culpable ante mi conciencia y ante España de mi participación de aquel movimiento revolucionario. Lo declaro, como culpa, como pecado, no como gloria”. La izquierda volvería sediciosamente al poder tras el comprobado pucherazo en las elecciones de 1936 dando lugar al gobierno del Frente Popular, que inmediatamente permitiría (o fomentaría) que el país degenerara en una anarquía violenta y prerrevolucionaria. Siguiendo el ejemplo de su fundador, las amenazas de muerte vertidas por diputados del PSOE se hicieron frecuentes. Uno de los amenazados, el líder derechista José Calvo-Sotelo, sería secuestrado y asesinado a cara descubierta el 13 de julio de 1936 por policías y escoltas de dirigentes del PSOE (algo inaudito en la Historia de Europa), perfectamente identificados, que no fueron detenidos por el gobierno sino escondidos, en algún caso, por diputados socialistas. Este magnicidio y la subsiguiente inacción del gobierno izquierdista fue el detonante final del golpe militar. El hecho de que parte de la izquierda celebrara alborozadamente dicho alzamiento (de hecho, el Madrid rojo llamó a la actual Príncipe de Vergara “Calle del 18 de Julio”) puede indicar que la violenta anarquía permitida por el gobierno del Frente Popular tenía un componente de provocación basado en la creencia de que una revuelta abierta de las derechas sería fácilmente sofocada y permitiría justificar la implantación de una República Socialista de corte estalinista. Se equivocaron.

Tras al franquismo, un PSOE artificialmente resucitado se renovó con un joven Felipe González que se vio obligado a renunciar al marxismo aunque, atentos, Suresnes reconocía “el derecho a la autodeterminación de las nacionalidades de España”, germen del gran error de la Constitución del 78. Con cierto asombro, el PSOE vio cómo perdía las dos primeras elecciones libres de la democracia (¿no estaba España harta de Franco?), pero luego capitalizaría la debacle de la UCD con su arrolladora victoria de 1982. En aquel momento, y a pesar de su enorme poder, el PSOE no volvió al pasado y actuó, con sus aciertos y sus errores, como un partido socialdemócrata moderno, logrando atraer a ministros y líderes regionales de talla. Dicha moderación venía en parte obligada por la relativa popularidad del régimen franquista y el recuerdo vivo del horror del Frente Popular: en 1977, Felipe González desechaba una alianza socialista-comunista porque “crearía la imagen de un frentepopulismo que el pueblo rechazaría”. Incluso preguntado en el décimo aniversario de la muerte de Franco (1985) sobre la figura del dictador, González respondía con mesura: “Todavía no hay perspectiva histórica para hacer un juicio con todas sus consecuencias. Franco como personaje es muy difícil de juzgar, salvo el juicio negativo de que nos tuvo sometidos a una dictadura. Hay gente que se ha propuesto intentar hacer desaparecer los rastros de 40 años de historia: a mí eso me parece inútil y estúpido. Algunos han cometido el error de derribar una estatua de Franco; yo siempre he pensado que si alguien hubiera creído que era un mérito tirar a Franco del caballo tenía que haberlo hecho cuando estaba vivo”. Comparen ese PSOE con el actual.

España necesita un partido socialdemócrata moderno y serio que se sienta orgulloso de su país y acepte la Historia de una maldita vez en lugar de intentar reescribirla, un partido que reconocería los desmanes del socialismo de antaño con enorme distancia emocional porque nada tendría que ver con él. Desgraciadamente este PSOE de hoy ha involucionado a pesar del loable y patriótico esfuerzo de su rama moderada para echar en su día a Sánchez. Sin duda, este socialismo moderado ve hoy con zozobra cómo Sánchez amenaza España con un nuevo Frente Popular, con la potencial ruptura del orden legal y de la unidad nacional. Ningún español de bien quiere que España se trocee, que la ley sea papel mojado y que los separatistas catalanes, indultados y premiados por Sánchez después de las elecciones, se rían a carcajadas humillando de nuevo, desde su enorme arrogancia, al pueblo español. Por ello, tengo la fundada esperanza de que estos socialistas moderados priorizarán la E de españoles frente a la S de socialistas y le darán la espalda a Sánchez sabiendo que sólo un mes después podrán votar tranquilamente a dirigentes más sensatos del PSOE en la elecciones autonómicas. Porque, por encima de afinidades e ideologías, es la España de todos la que está en juego.

 

Fernando del Pino Calvo-Sotelo

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