En España el descontrol con el gasto público es de tal calibre que ni el propio Gobierno sabe a ciencia cierta el número de empleados públicos que hay. Existe, desde luego, el Registro Central de Personal del Ministerio de Hacienda, que “cuenta” semestralmente y con criterios homogéneos todos los empleados públicos pertenecientes a las tres administraciones (estatal, autonómica y local), incluyendo las empresas públicas estatales y las universidades. Sin embargo, hay cargos electos, empresas públicas de las CCAA y otros entes autonómicos y locales que escapan de cualquier control contable, y cuya plantilla, al parecer, sólo puede estimarse (nunca conocerse con certeza) proyectando estadísticamente las respuestas dadas por los ciudadanos en la EPA. ¿Se imaginan una empresa que no supiera su número de empleados? ¿Se imaginan que, a la pregunta de un accionista sobre el tamaño de la plantilla, el presidente de esa empresa contestara que no lo sabe a ciencia cierta, pero que según la Encuesta de Población Activa (EPA) el 0,04% de los encuestados, por ejemplo, afirma trabajar para la empresa? Obviamente, estas licencias sólo se las permite el sector público.
Pues bien, lo relevante es que, ya sea medido por el Registro Central o estimado a ojo de buen cubero por la EPA, el número de empleados públicos en España es hoy prácticamente el mismo que teníamos en el 2007, esto es, en los años de borrachera y orgía despilfarradora de la burbuja. De hecho, medido en euros, el Estado y las CCAA gastan hoy anualmente un 16% y un 20% más, respectivamente, de lo que gastaban entonces. Cierto es que desde 2012, el Gobierno actual ha llevado a cabo otra de sus mini reformitas, reduciendo con timidez un 2,5% la plantilla del Estado (aunque los gastos de personal en euros hayan aumentado), mientras las CCAA y los Ayuntamientos los reducían en un 5% y un 8%, respectivamente (cifras algo superiores según las estimaciones más recientes de la EPA). Pero como desde el 2007 hasta el 2011 (en plena crisis) el número de empleados públicos aumentó significativamente bajo el sagaz liderazgo del expresidente sonriente, la tímida reducción de los últimos dos años no ha compensado el incremento de aquel entonces.
Con estos datos en la mano, agotado por el tremendo esfuerzo de ajuste del 2,5% de la plantilla en la única Administración que controla directamente, el Ministro de Hacienda ha afirmado sin pestañear que la reducción del empleo público «ha tocado fondo», y que a partir de ahora aumentará porque «no debemos confundir la necesaria austeridad con la descapitalización de la función pública». Un 6,5% de déficit, un 100% de deuda sobre PIB ¿y volvemos a aumentar plantilla? Genial. Además de evidenciar que vive en un compartimento estanco ajeno al mundo real, quizá el Gobierno esté confundiendo la aparente estabilización de la economía y la burbuja de los activos financieros con un milagro económico (claro está, realizado por ellos), y haya decidido que volvemos a la normalidad “sí o sí” (su expresión favorita). Quizá se haya olvidado de la artificialidad y extrema fragilidad de la situación actual, sostenida por bancos centrales que dan palos de ciego, en máximos de deuda y en ausencia de verdaderas reformas estructurales. Quizá crea incluso que necesitamos más normas, más controles, más licencias, más abusos de poder, más ineficiencias y más despilfarros de una Administración enferma que olvida que está ahí para servir al ciudadano y no para tiranizarlo. O quizá es que simplemente entramos en un período salpicado aquí y allá con distintas convocatorias electorales y el Gobierno ha decidido dejar de gobernar a mitad de legislatura.
Lejos quedan las declaraciones del entonces líder de la oposición, hoy presidente del Gobierno, cuando decía que era “ridículo congelar las pensiones cuando en España existían 3.800 empresas públicas”, de las que sobraban “la mitad de la mitad”. O cuando criticaba a su antecesor el haber aumentado la deuda pública en 267.000 millones de euros en 4 años diciendo que “un país no puede funcionar así por demasiado tiempo”, para luego aumentar la deuda pública en la misma cuantía pero en la mitad de tiempo. Visto lo visto, el ridículo debe ser contagioso: ¿qué diferencia hay?
En política, la lista de prioridades es corta: prioridad número uno, resultar elegido; prioridad número dos, resultar reelegido. No hay tres. Lo relevante para el político en el poder no es que el país vaya bien o mal, sino que mejore un poquito justo, justo antes de las elecciones, aunque luego vuelva a empeorar. Del mismo modo, el político en la oposición se frota las manos con los malos datos, que le adelantan la ansiada victoria. Por encima de todo, lo que importa es llegar al poder y, cuando se alcanza, ejercerlo. Después de patéticas campañas electorales que son un insulto a la inteligencia, un día cada cuatro años el político debe responder ante los ciudadanos, a los que previamente se ha ablandado, como a los pulpos, a golpes de propaganda. Una vez elegido, el político ejercerá durante cuatro años tal nivel de poder y con tal nivel de arbitrariedad e impunidad que haría palidecer de envidia a los monarcas absolutos de antaño. Un día de sufrimiento y 1.500 días de poder absoluto. Ése es el mundo del político, ajeno por completo a la realidad que le rodea.
En España no hay alternativa a la ideología socialista, intervencionista y acaparadora de poder que está arruinando al país. Lo que está mostrando este Gobierno es que nunca va a reducir el tamaño de nuestro Estado, ni va a disminuir el número de regulaciones, ni va a devolver grados de libertad arrancados a la sociedad civil, ni va a acabar con la corrupción, ni va a reordenar el disparate autonómico. Y sin regeneración no habrá una recuperación sostenible. Lamentablemente, este Gobierno está demostrando ser sólo el equipo azul, que amigablemente se turna cada cierto tiempo con el equipo rojo para que ambos tengan la oportunidad de saciar su sed de poder. Nada más.