Quienes adulan al pueblo para alcanzar el poder o contemplan la democracia como una diosa a la que idolatrar y no como un simple sistema político que es sólo un medio para alcanzar un fin (la libertad) y no un fin en sí mismo, consideran blasfemo criticar el resultado de unas elecciones (“vox populi, vox Dei,” dicen). No es mi caso. Si el individuo comete errores, ¿cómo no va a cometerlos la masa? En ocasiones el juicio sobre el error cometido sólo puede hacerse a posteriori (una vez conocidas las consecuencias), pero hay veces en que la evidencia a priori es tan palmaria que invita a una reflexión más profunda, partiendo de la confusión entre democracia y libertad. Al final del artículo pondré como ejemplo las últimas elecciones generales españolas.
Ya nos advertía Isaiah Berlin en 1958 (y antes que él Aristóteles, Mill, Tocqueville o Constant) que “no hay conexión necesaria entre libertad individual y gobierno democrático”, puesto que este último “puede privar, de hecho, al ciudadano de gran número de libertades”. Si la democracia se reduce a una limitada libertad política pero a la vez oprime al individuo mediante asfixiantes impuestos que se distinguen poco de un robo, exige una miríada de licencias y permisos otorgados arbitrariamente y con tardanza indefinida por una burocracia omnipotente y omnipresente, y generaliza prohibiciones de todo tipo y limitaciones escandalosas a la libertad de expresión, opinión y conciencia (véase la tiránica imposición del pensamiento único, como la ideología de género, el “cambio climático” o la memoria histórica), ¿disfruta realmente el individuo de más libertad personal que en épocas anteriores de la Historia? Es cierto que una de las razones por las que la democracia no implica necesariamente progreso o libertad radica en su fragilidad, dado que su correcto funcionamiento exige multitud de requisitos: requiere, por ejemplo, de una sociedad con principios y normas morales (que también los exija en sus gobernantes), de una ciudadanía independiente del poder, formada y atenta a las trampas de la propaganda, de una efectiva separación de poderes, de seguridad jurídica y de unos medios de comunicación que respeten la verdad. Pero, ante todo, exige limitar el poder de los gobernantes, puesto que cuando se dota al Estado y a la oligarquía de turno de un poder tan inmenso como el otorgado por el Estado de Bienestar (gracias a la astuta coartada de los servicios públicos) la democracia se transforma paulatinamente en una tiranía (“la verdadera opresión radica en el mero hecho de la acumulación de poder, esté donde esté”), gobernada por los peores. De hecho, la degeneración de la democracia descrita por Aristóteles parece describir los Estados de Bienestar occidentales, que han convertido las campañas electorales en subastas de compra de votos y han corrompido al ciudadano con la creencia de que vivir del dinero ajeno es un derecho y de que es posible disociar libertad de responsabilidad. Así, acostumbrados a ser sobornados con dinero público, los ciudadanos que entregan la responsabilidad de sus vidas a un Estado crecientemente totalitario se van convirtiendo en sus esclavos, en animales de zoológico que se contentan con recibir una vez cada cuatro años unas palmaditas en la espalda y unas cuantas golosinas de mano de su domador antes de volver a su jaula. Esta inquietante decadencia de la democracia que observamos por todo el mundo refleja sociedades cada vez más infantiles, fácil presa de las campañas de propaganda de los que aspiran al poder, degradadas por la pérdida de referencias morales y por la constante adulación de los demagogos.
Hace 2.600 años, Solón, uno de los siete sabios de Grecia, fue llamado por el pueblo para restablecer la ley y el orden tras un período convulso de tensiones sociales y territoriales. Solón restauró el imperio de la ley rehaciendo las leyes con sabiduría, justicia e independencia. Acto seguido, pidió a los atenienses que conservaran el Estado de Derecho que él había creado y, en la cumbre de su fama, se retiró a un exilio voluntario para evitar la tentación del poder y las constantes presiones para cambiar sus propias leyes. Cuando volvió diez años más tarde se encontró con que la turba quería entregar el poder al tirano Pisístrato, demagogo que gozaba de gran popularidad. Nos cuenta Plutarco que Solón “supo ver su naturaleza y fue el primero en prever sus ideas insidiosas”, y amonestó severamente a sus conciudadanos atenienses: “Os prendáis de la lengua y las palabras de un hombre enlabiador y artificioso, más no miráis, atentos, su conducta. Uno a uno sois una astuta zorra, pero juntos sois un tropel de bobos”. La naturaleza humana no ha cambiado: los demagogos saben que la masa es veleidosa y fácilmente manipulable y que unas palabras aduladoras o una tranquilizadora declaración de intenciones pueden hacer olvidar las acciones recientes de un sujeto aunque éstas desmientan tajantemente aquéllas. Los yonquis del poder también saben que el voto es frecuentemente ignorante y emocional, irreflexivo y frívolo, atento sólo a un eslogan eficaz de última hora, y se aprovechan de la memoria increíblemente corta de la masa.
Pongamos como ejemplo las últimas elecciones generales en España. ¿Cómo comprender, si no, que los reservistas del PSOE hayan acudido obedientemente, con reflejo condicionado a lo Pávlov, a apoyar a un candidato cuyo único programa es él mismo y que ha demostrado de forma casi patológica que no se siente necesariamente sujeto a límite moral o legal alguno? Los que le han votado, ¿refrendan la mentira descarada y pertinaz como norma de conducta, normalizan el apoyo de los simpatizantes del terrorismo vasco-marxista y aceptan desautorizar al Tribunal Supremo y que los separatistas catalanes puedan saltarse la ley a la torera? ¿Aplauden el plan de cambio de régimen que deslegitima nuestro actual sistema de libertades de 1978? Acostumbrado a firmar como propio lo que escriben otros, Sánchez fue capaz de proponer unos presupuestos comunistas redactados y sellados por sus socios bolivarianos. ¿Creen sus votantes que lo mejor para España es la receta económica aplicada por los bolivarianos para arruinar Venezuela en menos de una generación?
¿Y cómo comprender, si no, que muchos votantes del PP se hayan tragado el timo del voto “útil” a pesar de ser sólo una burda táctica electoral destinada a mantener abierto el chiringuito y salvar el puesto de trabajo de su zigzagueante líder? ¿Cómo entender, en fin, que gobernando el original de Podemos en Venezuela desde hace años, con el resultado de la destrucción catastrófica del país, con hambre y muerte, inmensa corrupción y carencia de medicinas, uno de cada siete españoles continúe votando a la ultraizquierda de los comunistas bolivarianos que son la sucursal en España de esa desoladora dictadura bananera? Sí, ahora parece estar en horas bajas, pero ¿cómo es posible que este partido no haya sido desenmascarado y denunciado desde el principio en vez de ser aupado por los miopes intereses partidistas del PP y el entusiasta apoyo del periodismo ignorante y adoctrinado?
En España, las elecciones han mostrado un país perplejo y sin autoestima, que no se respeta a sí mismo sino que, habiendo perdido su identidad, se cuestiona permanentemente. Y, sobre todo, reflejan el éxito del Himalaya de falsedades (Besteiro dixit) sobre el período 1931-1978 que constituyen el puntal de la perniciosa e incontestada hegemonía cultural de la izquierda, la cual transforma a la derecha en amenaza y a la izquierda en virtuosa y salvadora, en contra de la abrumadora evidencia histórica. De no combatirse, el venenoso fruto de estos embustes será la desintegración de nuestra nación, una de las más antiguas del mundo, su paulatino empobrecimiento y la pérdida de nuestra libertad. No desprecien la amenaza, porque la historia está plagada de naciones que se destruyeron a sí mismas entre el alborozo de las masas.
Fernando del Pino Calvo-Sotelo
www.fpcs.es