Nuestro Gobierno, como Rodrigo de Triana en la Pinta, anda subido a la cofa gritando ¡tierra a la vista! cada vez que ve, cree ver o se imagina alguna mancha gris en el horizonte. Hace tres años, el expresidente sonriente confundió el lomo de una ballena con tierra firme, y gritó ¡brotes verdes! instantes antes de que aquélla se sumergiera y la lisa superficie del océano de la crisis retornara a la normalidad. Los de ahora creen ver algo y vuelven a señalar el horizonte alborozados y con todo tipo de aspavientos.
Resulta sorprendente que se siga prestando tanta atención a lo que dice un presidente de Gobierno o un ministro de Hacienda (de cualquier color, de cualquier país) sobre las perspectivas de la economía. Ellos carecen de una capacidad superior de predicción o de análisis de la realidad, como demuestra de forma palpable su penoso historial predictivo. Si realmente tuvieran la bola de cristal no se habrían pasado toda la vida entre la sede del partido y el ministerio, sino que hace tiempo habrían creado un hedge fund, habrían ganado mucho dinero y serían capaces de leer el Financial Times sin traductor online. No, los políticos sencillamente venden su producto, que consiste de forma exclusiva en procurar resultar reelegidos por el pueblo (o por el líder). Aun así, ciegos a la contundente evidencia empírica, los medios de comunicación les siguen otorgando una extraña credibilidad. En España este fenómeno de la mitificación del poder político es particularmente llamativo, y se extiende también a otras partes del establishment pertenecientes al mundo de las finanzas o de la gran empresa, que en nuestro país nunca han mostrado ni independencia ni capacidad crítica con el gobernante de turno. A modo de ejemplo, el presidente de uno de los principales bancos españoles pronosticaba en el 2007 que la economía española mantendría “elevadas tasas de crecimiento», en el 2008, que la crisis pasaría “pronto” y hoy afirma que estamos en un momento “fantástico”. Los miembros del establishment también venden su producto, sea una emisión de bonos, las acciones de su empresa o una regulación menos hostil. Por lo tanto, no debemos impresionarnos ni tomarnos tan en serio las declaraciones de unos y otros, sino que tenemos que ponerlas en contexto con una sana dosis de escepticismo y distancia emocional.
Dicho esto, parece que la situación se está normalizando en el sentido de que el paro aparenta estar estabilizándose. Era lógico, puesto que con el 26% ya teníamos una de las mayores tasas de paro del mundo. Sin embargo, existe otro fenómeno de naturaleza puramente financiera que está distorsionando la percepción de la situación actual, haciendo creer que puede tratarse de una recuperación sólida en vez de una tímida estabilización.
En verano del 2012 los mercados, convenientemente demonizados por los políticos y los medios de comunicación, estaban “atacando” España y el resto de la Europa periférica; los mercados de acciones y bonos caían cerrando las puertas de la refinanciación de nuestra galopante deuda. Los culpables de todo, nos decían entonces, eran los malditos especuladores, esa especie salvaje, inhumana y sin escrúpulos que con total insolencia desconfiaba de las promesas y de los números presentados por los políticos. En aquel momento acudió el Banco Central Europeo y prometió que imprimiría cuantos billetes hiciera falta para comprar esos activos que nadie quería. Confiando en esa promesa y aparentemente fatigados de tanto atacar, los malditos especuladores que antes despreciaban nuestra deuda pública y la de otros países mediterráneos se reformaron de forma súbita. Repentinamente ya no eran malditos, sino benditos; ya no eran siquiera especuladores (lo que en la vieja Europa es un insulto, casi un delito), sino inversores serios. Comenzaron a comprar indiscriminadamente bonos y acciones con el ansia tan característica de las histerias alcistas, empujados por el dinero creado de la nada por los bancos centrales y reafirmados por las salvaguardas de sus fantásticas promesas. Desde entonces, los precios de los activos de los países periféricos han subido de forma simultánea y bastante brusca: la bolsa española ha subido un 60%, pero también la portuguesa un 45%, la italiana un 55% y la griega casi un 100%. Asimismo, en los mercados de bonos ha disminuido el coste de la deuda y la famosa prima de riesgo de todos. El coste de la deuda española a 10 años ha pasado del 7,5% al 4%, pero también la portuguesa ha pasado del 11% a menos del 6%, la italiana del 6,5% al 4% y la griega del 27% al 8%. Al hacer por fin aquello que los políticos deseaban que hicieran (para favorecer su reelección), los especuladores han pasado de ser criticados con fiereza a observar con estupor cómo salimos todos con pancartas a lo Bienvenido Mr. Marshall cuando uno de ellos compra acciones de alguna empresa española. Aquí, esta tregua ha hecho que nuestro Gobierno se sumerja en la autocomplacencia más absoluta sin siquiera sentir la necesidad de fingir con más mini reformitas. Para mayor bochorno, se ha colgado la medalla de la subida de los mercados como si se tratara de una particularidad española y de un éxito propio (que, a su entender, bien merece una reelección, naturalmente), con el descaro tan típico de la política.
¿No estaremos confundiendo una burbuja financiera (otra más) con una recuperación económica sólida? Porque ¿qué ha cambiado realmente en estos doce meses? No veo que tengamos los ingredientes de un crecimiento económico sano y sostenible. Muy en primer lugar, ¿hemos reducido nuestro nivel de endeudamiento? ¿El sistema financiero es robusto y funciona con normalidad? ¿Poseemos repentinamente un marco económico de libertad favorable al emprendedor y a la creación de empleo y riqueza? ¿Tenemos impuestos más bajos? ¿Se ha reducido nuestro despótico maremágnum de normas y regulaciones? ¿Somos un país que goza de una reputación de seguridad jurídica? ¿Se ha afrontado el problema del tamaño del sector público y el monstruo autonómico? Entonces, ¿vamos acaso a crecer por arte de magia?
La liquidez creada de la nada por los bancos centrales de medio mundo está generando nuevas burbujas por doquier. Sin embargo, en casi todos los países, poco o nada de este vasto experimento se está traduciendo en una mejora de la economía productiva. De hecho, cada vez se alzan más voces alarmadas a ambos lados del Atlántico cuestionando esta política monetaria que tan poco fruto ha dado y tanto ha aumentado la fragilidad del sistema. Queda, por tanto, mucha crisis por delante y, de forma perversa, ésta se alargará por la inevitable explosión de la enésima burbuja creada por los malditos banqueros centrales (si me permiten una apropiación temporal del epíteto).
La Francia de finales del XVIII – escribía Dickens en Historia de Dos Ciudades – “rodaba con extraordinaria suavidad ladera abajo fabricando papel moneda y gastándoselo”. Se refería el escritor inglés a la tremenda crisis económica que precedió a la Revolución de 1789, y que fue disimulándose con la tradicional trampita monetaria hasta su estallido final. Plus ça change, plus c’est la même chose. Han pasado dos siglos y no sólo Francia, sino España, Europa y casi todo Occidente ruedan con extraordinaria suavidad ladera abajo imprimiendo papel moneda y gastándoselo. Durante un tiempo parece que no pasa nada, que el tratamiento es eficaz e inocuo, pero luego, de forma inevitable, se desatan todos los infiernos.