El Estado de Bienestar que conocemos no funciona y está abocado a la quiebra. Ha pretendido proteger a todos y va a terminar abandonando a quienes de verdad lo necesitan. Debemos conseguir un sistema de protección social sostenible y, para lograrlo, hay que afrontar con valentía la realidad y comenzar la transición ya. Para emprender este camino conviene mirar con ojos nuevos las realidades de un sistema tan mitificado.
Los políticos, conscientes del tremendo poder del lenguaje y particularmente hábiles en la elección de los nombres, inventaron un sistema político-económico y lo llamaron Estado de Bienestar (¿quién no quiere el bienestar?). Lo basaron en dos pilares: uno, las pensiones se financian año tras año con un impuesto astutamente denominado “seguridad” social y no mediante el ahorro del individuo, a quien se le hace creer que sí está ahorrando para su futuro; dos, los servicios de sanidad y educación son financiados indirectamente a través del pago de ese impuesto y otros y no directamente por los usuarios de dichos servicios, a quienes se les hace creer que son gratuitos. En ambos casos, los políticos aplicaron el primer principio del buen socialista de todos los partidos: “tú lo ganas, yo lo reparto”. Repartir dinero, huelga decirlo, es más fácil que ganarlo; repartir lo que ha ganado otro, imagínense. Naturalmente, aquel que recibe lo repartido se lo agradece al que lo reparte, esto es, al político. Este es el objetivo primordial del Estado del Bienestar: aumentar el poder de los políticos creando un ciudadano artificialmente dependiente que se convierta en sumiso súbdito al creer que recibe algo por la gracia y generosidad de quienes ostentan el poder, cuando la realidad es que ha pagado a través de sus impuestos cada céntimo del coste de esos servicios. ¿Cómo? Convenciéndole de que no puede depender de sí mismo, de su trabajo, de su esfuerzo, de su empuje y el de su familia para cubrir sus necesidades básicas, sino que sólo los políticos pueden hacerlo por él.
Una y otra vez, los políticos nos repiten que le van a quitar el dinero a Pedro para dárselo a Pablo y, a renglón seguido, para que no nos preocupemos, nos aseguran que todos somos Pablo. Éste es el segundo principio del buen socialista de todos los partidos: “lo mío, mío, lo tuyo, tuyo, y lo suyo…nuestro”. Obviamente, todos no podemos ser Pablo: es más, la mayoría tendrá que ser Pedro, el que trabaja, gana y paga. Lógicamente, lo que una sociedad en su conjunto recibe en forma de servicios públicos no puede tener más valor que lo que ha pagado por ellos en forma de impuestos. Los políticos nos quitan el dinero en impuestos, despilfarran una parte importante y nos devuelven el resto en pensiones, educación y sanidad, esperando que se lo agradezcamos (con nuestro voto, claro está). Si no es suficiente, como no lo ha sido, nos endeudan año tras año, en nuestro nombre y sin nuestro consentimiento, y que las futuras generaciones paguen el pato. Que nos quiten lo bailao, piensan ellos. Bueno: ya estamos en las futuras generaciones. Toca pagar el pato.
No hay nada gratis. Repito: nada es gratis. Sin embargo, mediante una propaganda implacable los políticos han logrado que esta afirmación, que todo el mundo entiende en todos los aspectos de su vida, no se entienda cuando se habla de “servicios públicos” como educación y sanidad, que en España nos cuestan del orden de 120.000 millones de euros anuales, esto es, 7.000 euros en impuestos por hogar y año. Los estados totalitarios impusieron al pueblo un trato tramposo: “entrégame tu libertad y yo te daré seguridad”. Como bien sabemos, el pueblo perdió la primera y jamás encontró la segunda, porque la seguridad, en el mundo del ser humano adulto, sencillamente no existe. El Estado de Bienestar propone exactamente el mismo trato y el resultado, inevitablemente, va a ser el mismo. Hemos perdido la libertad y ya no hay seguridad; vamos a pagar un precio muy elevado a cambio de muy poco.
Por un lado, las pensiones en sistema de reparto son un esquema Ponzi que depende de la demografía. Cuando se seca el manantial demográfico (y en Europa hace tiempo que se secó), el sistema se resquebraja. En consecuencia, es matemáticamente imposible que las pensiones se mantengan en términos reales en el futuro. De ahí que los políticos, en vez de reconocer abiertamente la realidad, realicen cambios cuyo resultado final es el mismo: dificultar la obtención de la pensión (alargando, por ejemplo, los años de cotización) o disminuir su cuantía (en términos absolutos o relativos a la inflación). Al pueblo se le ha engañado sistemáticamente haciéndole creer que sus contribuciones eran una forma de ahorro, la hucha para la jubilación. Nada más lejos de la realidad: manipulados por los políticos, no hemos ahorrado nada, sino que simplemente hemos pagado un impuesto más llamado seguridad social para pagar las pensiones de los jubilados de ayer. Por favor, tomen nota de nuevo de la palabra “seguridad”.
Por otro lado, educación y sanidad suponen un coste tan insostenible que o disminuye su calidad o se pone un límite a su abuso. Lo primero ha llegado paulatinamente (listas de espera, seis minutos de consulta por paciente, etc…); lo segundo llegará bruscamente. Universal, público y “gratuito” es igual a ruina. No funciona. Si encima son 17 educaciones y sanidades, es un desastre. Esto no es ideología, sino realidad. Para el cerebro humano, algo material que no cuesta nada no vale nada: es inagotable, puedo usarlo sin limitación, despilfarrarlo o incluso maltratarlo, puesto que no tiene valor. Pregúntenles a médicos y profesores del sistema público; pregúntenles por las consultas innecesarias o por la petición abusiva de recetas, por la inasistencia a clase, la falta de respeto y el abandono escolar.
Un sistema verdaderamente gratuito, por definición, sólo puede y debe estar dirigido a una minoría, la más débil e indefensa, formada por aquellos que no pueden protegerse a sí mismos temporal o permanentemente. Una sociedad avanzada no puede abandonar a estas personas. Por tanto, hay que conseguir un programa de protección social sólido y sostenible cuya supervivencia no dependa de la coyuntura, y ello sólo puede lograrse equiparando gratuidad a minoría. A la vez, se deben reducir sustancialmente las cargas sociales e impuestos de la inmensa mayoría de los ciudadanos; así, éstos podrán elegir y financiar, con estos recursos que hasta ahora los políticos les escamoteaban, su ahorro y los servicios que de forma tan ineficiente y despilfarradora han gestionado esos mismos políticos. Conseguiríamos ciudadanos más libres, más responsables, más orgullosos de sí mismos, más independientes. Y, al tener que enfrentarse a estos ciudadanos, una clase política menos demagógica y tiránica.
El Estado de Bienestar actual, creado para lograr un poder inmenso sobre los ciudadanos bajo un disfraz de buenas intenciones, es financieramente insostenible y, en muchos aspectos, social y políticamente perverso. Está ya empezando a desproteger a quienes más lo necesitan; roba libertad, desmotiva el esfuerzo y destruye la responsabilidad. O lo cambiamos o nos arrastrará a la ruina. Thatcher decía que el problema del socialismo es que el dinero de los demás se termina acabando. Pues bien: el dinero se acabó.