El nacimiento del movimiento ecologista fue un acontecimiento originariamente bienvenido. Basado en un conservacionismo antropocéntrico lleno de sentido común, quiso poner coto a la contaminación excesiva producida por comportamientos egoístas, abusivos y cortoplacistas, particularmente en entornos fluidos (el aire y el agua de ríos y océanos) donde los derechos de propiedad no eran fácilmente definibles o ejercitables y donde la responsabilidad de las acciones dañinas quedaba difusa. Asimismo, se centró en llamar la atención sobre la finitud de los recursos naturales, en particular sobre la sobreexplotación pesquera. Finalmente este conservacionismo procuró preservar la maravillosa belleza de la Naturaleza para custodiar los intereses de las generaciones venideras aún no nacidas, pero no para proteger los supuestos derechos de esa vieja diosa pagana llamada Madre Tierra. La, si me permiten, obvia superioridad del hombre sobre los animales no se ponía en duda.
Lamentablemente, este movimiento ha degenerado. Como atinadamente observa Patrick Moore, cofundador y ex presidente de Greenpeace (organización que abandonó), el ecologismo actual es una suma de “creencias paganas y ciencia basura” que ha caído en un radicalismo opuesto a la verdad, a la lógica y a la ciencia. Naturalmente, en el microcosmos del ecologismo aún existen personas y pequeñas organizaciones que hacen un magnífico y necesario trabajo fiel al conservacionismo original, pero sin duda la dirección del movimiento ecologista mundial ha caído en manos de una ideología fanática y radical. El conservacionismo quiere salvar el planeta para el hombre, mientras que esta ideología ecologista quiere salvar al planeta del hombre. Para el primero, el sujeto es el hombre; para la segunda, el sujeto es la Tierra.
Estos siniestros druidas del s. XXI beben de fuentes muy distintas. Son maltusianos y creen que la población del planeta debe disminuir por todos los medios, incluyendo el aborto y la esterilización forzosos (particularmente en países del Tercer Mundo y en razas distintas a la suya, mayoritariamente blanca). También son paganos y contemplan al hombre como a un virus de esa vieja diosa a la que adoran, la Madre Tierra, virus que hay que eliminar para protegerla. Por ello, hay que comprender que este ecologismo radical es profundamente anti-hombre. Sus autores no lo ocultan y en distintas publicaciones de los últimos 40 años han afirmado repetidamente que “una mortalidad humana masiva sería una buena cosa”: “si el SIDA mata al 80% de la población mundial contribuiría a salvar la naturaleza” (Manes); “¿es nuestro deber como especie, en cuanto al conjunto, eliminar el 90% de la misma?” (Aiken); “hasta que el homo sapiens decida reincorporarse a la naturaleza, algunos de nosotros sólo podemos desear que el virus adecuado aparezca” (Graber). Este paganismo antagoniza y prioriza siempre a la Tierra sobre el hombre, colocándolo en un plano inferior a las demás criaturas. Como afirmaba Felipe de Edimburgo en 1984 cuando era presidente del WWF, “el ser humano es una más de las especies del planeta, pero su crecimiento está alcanzando proporciones de plaga” (para entendernos: como las ratas o las cucarachas). La última fuente de la que bebe este ecologismo es un profundo anticapitalismo, habiendo acogido a los seguidores de las ideologías que quedaron huérfanas cuando cayó el Muro de Berlín y quedó de manifiesto el desastre humano, moral, social y económico de las tiranías socialistas del s. XX.
Por lo tanto, quede claro que el ecologismo actual ha declarado la guerra a la población humana y al capitalismo, y sueña con un planeta habitado por pocos seres humanos mucho más pobres. Ellos mismos lo aclaran en su conocida fórmula IPAT, que define el impacto ambiental como el producto de la población, la tecnología y la riqueza. Dado que es difícil encontrar voluntarios para adherirse a esta propuesta reaccionaria, pesimista y genocida, este ecologismo despliega una enorme hipocresía aparentando alarmarse con la mortandad que provocarían sus fantasías apocalípticas a la vez que procura reducir la población del planeta por todos los medios.
El ecologismo utiliza de forma masiva el miedo y la mentira. El miedo, y en particular el miedo a la muerte, ha sido desde siempre un potente manipulador de masas. Por ello, el ecologismo vive (ideológica y financieramente) de inventarse amenazas que, como escribía Crichton, nos colocan en un estado de miedo permanente que impide trabajar a la razón y a la prudencia. La tiranía de lo políticamente correcto, con su propaganda incesante, se encarga de silenciar bajo la amenaza de una condena al ostracismo o al linchamiento mediático al que osa defender una realidad basada en datos científicos y en la lógica. La mentira descarada, repetitiva, impudorosa y absurda se convierte en un instrumento imprescindible: en los años que llevo estudiando este fenómeno nunca me he encontrado, en ningún campo (ni siquiera en el de la política o en el del nacionalismo, que ya es decir), un uso tan extensivo y descarado de la mentira como en del ecologismo. Peter Kareiva, científico jefe de Nature Conservancy (una de las organizaciones conservacionistas más importantes del mundo, fundad en 1951), desnudó la impostura de este artificioso alarmismo en un interesante ensayo escrito en el 2012: “Al movimiento ecologista simplemente le encanta la historia de terror, pero pienso que ha sido una estrategia fracasada que, en realidad, no está respaldada por la ciencia (…). Los datos simplemente no respaldan la idea de una naturaleza frágil a punto de colapsar. Un examen exhaustivo de la literatura científica (…) indica que la naturaleza es tan resistente que puede recuperarse rápidamente incluso de los desastres más importantes provocados por el hombre”. Y concluía: “Los conservacionistas tendrán que forjarse una visión más optimista y amigable respecto al hombre (…). Si la Naturaleza es resistente y no frágil y los hombres somos parte de la naturaleza, la nueva visión del conservacionismo debería ser recibir con los brazos abiertos una prioridad que ha sido anatema para nosotros: el desarrollo económico para todos”.
Por último, y en un tono más prosaico, el ecologismo simplemente quiere su dinero, querido lector: las ricas organizaciones ecologistas buscan donantes bienintencionados a los que embauca con su publicidad engañosa; la gigantesca industria de las energías astutamente denominadas renovables o verdes (en realidad, intermitentes, caras e ineficientes), busca subsidios al calor del cuento del cambio climático de origen humano; y las voraces y desesperadas haciendas públicas crean nuevos hechos imponibles para aumentar los impuestos de forma insidiosa.
En los siguientes artículos enfrentaré algunos de las más conocidas falacias del ecologismo actual a los datos científicos y a la lógica: la deforestación, la extinción del oso polar, el deshielo de los polos, el aumento del nivel del mar y, por último, el llamado cambio climático, antaño conocido como calentamiento global de origen humano y actualmente centrado, de forma oportunista, en el supuesto (y como veremos, absolutamente falso) aumento de fenómenos meteorológicos extremos.
Por favor: no se dejen engañar. El ecologismo del miedo y la mentira quiere imponer una ideología siniestra enemiga de la verdad, de la libertad y del propio ser humano. Desconfíen de quienes afirmando con fariseísmo que desean salvar al planeta sólo aspiran a dominarlo.