Nec laudibus nec timore, sed sola veritate

Economía

Deuda, tipos de interés cero y otras calamidades

Fernando del Pino Calvo-Sotelo

29 de noviembre de 2013

Durante los años previos al estallido de la Gran Crisis de Deuda, los banqueros centrales y demás miembros de la clase política occidental se encontraban idos, felices, perdidos en una niebla de ignorancia y ajenos por completo al desastre que estaba a punto de ocurrir. Los banqueros centrales, siempre con muy alta opinión de sí mismos, creían haber acabado con los ciclos económicos; los políticos, sin entender gran cosa, se felicitaban porque, gracias a ellos (¡cómo no!) las economías “crecían”, el desempleo caía y los votantes los reelegían. Unos y otros preguntaban cada mañana al espejito mágico quién era el más bello del reino. Seis años más tarde y a pesar de todo, poco ha cambiado: los banqueros centrales, habiendo negado su evidente, axiomática responsabilidad en la creación de la burbuja, continúan encantados de haberse conocido y creen haber “salvado al mundo” (¿de sí mismos?); los políticos, que siguen enterándose de poco, vuelven a felicitarse porque las bolsas suben y las primas de riesgo bajan, y esperan ansiosos que los votantes los reelijan. Y el espejito, hastiado, ya sólo responde con voz cansina aquello que desean oír.

La orgía crediticia originada por los bancos centrales creó burbujas en toda clase de activos y puso al borde de la insolvencia al conjunto del sistema financiero; a la vez, creó también una burbuja en el gasto público que constituyó la imagen simétrica de la burbuja en los ingresos públicos. Los políticos sonreían porque sus cofres se llenaban a una velocidad inaudita y aumentaron los gastos, que siempre apuntalan una reelección (mediante el sistema de compra encubierta de votos habitual de nuestros sistemas democráticos). Cuando la burbuja estalló, los precios de los activos y los ingresos públicos cayeron, mientras que la deuda, lógicamente, se mantuvo constante a su nivel máximo. Pero también se mantuvo constante el gasto público (incluso creció, por aquello que los economistas llaman “estabilizadores” automáticos). Esto generó elevados déficits públicos, de los que España ha sido y es uno de los campeones del mundo. Los banqueros centrales, los mismos que habían generado la burbuja y habían sido incapaces de prever sus consecuencias, decidieron, en un ejemplo más de su infinita sabiduría, reducir los tipos de interés a cero coma algo y comenzar a comprar con dinero inventado aquellos activos que habían caído. El supuesto objetivo era dar tiempo a reparar los balances de bancos, empresas y familias, a equilibrar las cuentas públicas y a aprovechar para que los gobiernos hicieran las reformas que habían resultado innecesarias para “crecer”, pero que ahora se antojaban imprescindibles para resucitar. Han pasado seis años y el tiempo no se ha aprovechado (ver último informe anual del Banco de Pagos Internacionales, excelente).

El motivo fundamental ha sido que las políticas acomodaticias de los bancos centrales han eliminado gran parte del incentivo para la reducción de la deuda y para las reformas de calado necesarias. Con los tipos cero y las compras masivas de todo tipo de activos, los políticos, y en menor medida el sector privado, encuentran poca motivación para pensar en el largo plazo y hacer lo que deben. En nuestro país, el Gobierno ha hecho las mini reformitas exigidas por Europa sin gana ninguna y sólo para cubrir expediente, mientras nuestra deuda pública sigue aumentando de forma inquietante.

Pero la lista de consecuencias imprevistas de esta acción extraordinaria de los bancos centrales es larga. Pongamos algunos ejemplos.

Muy en primer lugar, el brutal intervencionismo de los bancos centrales ha provocado una enorme incertidumbre al eliminar la fuente de información que sólo unos precios de mercado formados libremente pueden ofrecer: nadie sabe ahora cuál es el valor de nada de no existir el sostén artificial de los bancos centrales. Esta incertidumbre quedó patente cuando Helicóptero Bernanke anunció tímidamente que quizá, quién sabe, a lo mejor, reducía la compra de activos si se cumplían una larga serie de requisitos. Adictos a la intervención de los bancos centrales, los mercados temblaron ante la mera mención de que les reducían la dosis (más tembló Bernanke, que se desdijo antes de que cantara el gallo).

En segundo lugar, los tipos cero coma algo, las compras de masivas de deuda pública y privada y las garantías verbales infinitas han alimentado, de nuevo, las mismas burbujas cuya explosión tanta destrucción causó. Para que nos hagamos una idea del monstruo creado, el B.I.S estima que un aumento de los tipos de interés de tres puntos porcentuales provocaría unas pérdidas sólo en los tenedores de bonos del 8% del PIB en los EEUU y entre el 15% y el 35% del PIB en Europa y Japón. Paradójicamente debemos tener cuidado con desear una vuelta a la normalidad.

En las democracias, cuyo santo y seña es el olvido del largo plazo a cambio de la obtención de pírricas victorias a corto, los gobiernos se endeudan principalmente a corto plazo, dado que generalmente los tipos de interés a corto son inferiores a los tipos a largo, manteniendo un riesgo de refinanciación constante. Con los tipos a cero coma algo, esta preferencia temporal se acentúa. En España, por ejemplo, el servicio de la deuda de los próximos cuatro años (devolución del principal + intereses) supone más de la mitad del saldo vivo de la misma y, por tanto, más de la mitad del PIB, que tendremos que refinanciar en su integridad. Dicho de otro modo, en los próximos 4 años, alguien tendrá que prestarnos, como poco, un total de cerca de 600.000 millones de euros. Yo a esto lo llamaría una situación frágil.

Otra consecuencia ha sido el estrangulamiento del rentista que dependía de sus cupones. Jubilados, fondos de pensiones y aseguradoras se han visto obligados a asumir más riesgo puesto que sus fuentes tradicionales de renta han sido expropiadas por la acción de las autoridades monetarias. Esto tendrá consecuencias.

Por último, los bancos centrales tomaron por una crisis de liquidez lo que era una crisis de solvencia y salvaron equivocadamente de la quiebra entidades de crédito que deberían haber desaparecido para dejar espacio a aquellas más prudentes y mejor gestionadas, socializando las pérdidas, impidiendo el sano orden natural de las cosas y creando, una vez más, incentivos equivocados.

Lo irónico de este intervencionismo de los bancos centrales es que, más allá de la aportación de liquidez durante unos pocos meses en el 2008, ha sido ineficaz para la economía real. El éxito de la política monetaria es asimétrico, y cuando se enfrenta a una crisis financiera su mecanismo de transmisión no funciona porque se lo impide la acumulación previa de deuda. Además, el llamado efecto riqueza, al que los economistas tenían gran cariño, se ha demostrado irrisorio.

El objetivo debe seguir siendo la reducción de la deuda, pública y privada, pero la política monetaria lo está impidiendo. Los políticos confían en que, si esperan, el crecimiento de la economía reducirá el nivel de endeudamiento y les evitará tomar medidas que pongan en riesgo su reelección. El problema es que cuanto más crezca la deuda, más tendremos que crecer para poder repagarla; peor aún: como a partir de unos umbrales de endeudamiento el crecimiento de una economía se resiente significativamente, se está creando un círculo vicioso, una espiral hacia el default. España ya ha superado dichos umbrales, tanto en el sector público como en el privado. Asimismo, para crecer más debemos realizar profundas reformas y aumentar la flexibilidad de nuestras economías, precisamente aquello que esquivan nuestros gobernantes, consentidos y mimados por la actuación de los bancos centrales. Me cuesta creer, por tanto, que vayamos a salir de esta trampa de deuda creciendo.

Eliminar los incentivos para la reducción de la deuda y para la aplicación de reformas no ha sido buena idea. Sostener los mercados de forma artificial tampoco lo es. Sufriremos una vez más el daño causado por el intervencionismo de la élite arrogante, y la élite arrogante volverá, con desparpajo, a culpar al libre mercado.

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