Existe constancia científica de que el clima del planeta es cíclico y ha estado variando desde el albor de los tiempos, por lo que es una falacia hablar de “el” cambio climático, como si lo normal fuera un clima estable: la historia geológica de la Tierra ha sido una sucesión de épocas frías y templadas que se han producido por causas naturales, con glaciaciones que han hecho disminuir el nivel del mar 120 metros y graduales calentamientos posteriores. Afortunadamente vivimos desde hace 12.000 años una época interglaciar, que es la que ha permitido la expansión de la civilización humana. La unidad de tiempo geológico de las variaciones climáticas está más cerca del milenio que de otra cosa, por lo que los datos de unas pocas décadas son bastante irrelevantes y la proyección de tendencias en períodos tan cortos, absurda. En los últimos 10.000 años el planeta ha tenido temperaturas superiores a las actuales en épocas preindustriales durante quizá 4.000 años (en la época de Babilonia y el Antiguo Egipto y, más recientemente, durante el Período Caliente Medieval, entre el s. X y el s. XIV). En el s. XX, la temperatura subió hasta 1940, descendió hasta 1975 (entonces el alarmismo ecologista gritaba – no es broma – ¡enfriamiento global!), subió hasta 1998 y se ha mantenido estable hasta El Niño del 2016. La pseudo-ciencia del cambio climático afirma que el factor primordial de variación del clima es el CO2 causado por el hombre. Esta afirmación no está respaldada por la evidencia empírica, es científicamente muy cuestionable y enormemente temeraria, puesto que la ciencia actual, como nos recuerda el Dr. Tennekes (una autoridad mundial en modelos predictivos) sólo alcanza a comprender del orden de un 10% del clima, un sistema complejo, multifactorial, caótico y no lineal. El CO2 no es un contaminante, como de forma grotesca lo tilda la propaganda ecologista, sino una de las fuentes de vida del planeta y el alimento por antonomasia de las plantas. Además, la evidencia paleoclimática muestra que el CO2 tiende a aumentar (en una correlación de por sí débil) unos 800 años después de un aumento de temperaturas, lo que pone en entredicho la cacareada relación causa-efecto. De hecho, el CO2 es un gas invernadero menor (el 90% del efecto invernadero es del vapor de agua) y constituye sólo el 0,04% de la atmósfera (y de este porcentaje, sólo el 3% tiene como origen la acción humana). Con razón el Premio Nobel de Física Robert Laughlin invita a la calma: “No tenemos poder para controlar el clima, cuya variación es una cuestión de tiempo geológico, algo que la Tierra hace de forma rutinaria sin pedir permiso a nadie ni dar explicaciones”.
Otro Premio Nobel de Física, Ivar Giaever, critica “la pseudo-ciencia del cambio climático”, que parte de una hipótesis aparentemente intuitiva y se centra en buscar sólo aquellos datos que puedan apuntalarla silenciando u omitiendo cuantos puedan cuestionarla, exactamente lo opuesto al método científico. Lógico, porque el objetivo no es la búsqueda de la verdad científica sino la defensa a ultranza de una hipótesis tan fallida como sacrosanta que no es más que la coartada para una agenda de poder. El eminente físico atmosférico Richard Lindzen, autor de varios libros y ex profesor del MIT, defiende claramente que “el calentamiento global trata de política y poder más que de ciencia”. Veamos por qué.
Los grandes descubrimientos científicos de la historia han sido realizados por individuos, no por organizaciones, y la fuerza de su expansión ha radicado en la evidencia empírica y no en campañas de propaganda masiva auspiciadas por el poder político. Sin embargo, el principal impulsor que espolea y sostiene la expansión de la teoría del calentamiento global de origen humano ha sido una organización inter-gubernamental de la ONU llamada IPCC (Intergovernmental Panel on Climate Change). Este organismo tiene una apariencia científica pero un liderazgo político donde mandan unos pocos, y su objetivo estatutario es buscar exclusivamente las causas del cambio climático que puedan tener su origen en la acción humana (excluyendo las naturales, como la actividad solar, los océanos o las nubes). Toda la histeria del cambio climático tiene su origen en simulaciones de ordenador del IPCC, y después de 25 años de proyecciones potencialmente apocalípticas éstas se han mostrado tercamente equivocadas. Es decir: que las proyecciones de aumento de temperatura previstas en dichos modelos en el último cuarto de siglo se han demostrado falsas. En el mundo de la ciencia, cuando una hipótesis se somete a prueba científica y los datos observados no corroboran tal hipótesis, ésta se descarta. El IPCC hace lo contrario: se aferra a su hipótesis del CO2 y, en cambio, intenta «ajustar» (torturar) los datos observados (que no muestran lo que ellos desean) para obtener una tendencia de crecimiento aunque sea infinitesimal que, extrapolada ad infinitum, permita elucubrar sobre un escenario apocalíptico que sea debidamente publicitado por los medios y provoque una ola de miedo y la correspondiente acción política de respuesta.
A lo largo del tiempo, el IPCC ha ido radicalizando su mensaje alarmista en detrimento de su rigor científico deshaciéndose de cualquier vestigio de que el clima es cíclico y de que hay precedentes históricos muy anteriores a la Revolución Industrial tanto en temperatura como en CO2. Así como en 1990 afirmaba que «el incremento de temperatura observado en el s. XX ha podido ser fundamentalmente causado por una variabilidad natural», en 2007 defendía que «muy probablemente la mayor parte del incremento de las temperaturas en este siglo son debidas al incremento de la concentración de gases invernadero causados por el hombre».
El IPCC ha publicado desde 1990 cinco informes. Cada informe contiene una parte científica muy voluminosa y un resumen preparado por y para políticos, que es el que pasa a los medios. En muchas ocasiones, el resumen político no ha reflejado una imagen fiel de los estudios científicos que lo avalan, exagerando unos aspectos y silenciando otros. En 1995, con el objeto de no contradecir las conclusiones políticas “adecuadas», se borraron ex post párrafos de la parte científica que afirmaban con rotundidad (por favor, lean atentamente): «ninguno de los estudios citados ha mostrado una evidencia clara por la que podamos atribuir los cambios climáticos observados a la causa específica del aumento de gases invernadero (…), ningún estudio ha cuantificado la magnitud del efecto invernadero (…) y ningún estudio hasta la fecha ha atribuido positivamente todo o parte [del cambio climático] a causas de la acción humana». El entonces Presidente de la Academia de Ciencias de los EEUU escribió un artículo en el que denunciaba: «en mis más de 60 años como miembro de la comunidad científica americana (…) nunca he sido testigo de una corrupción más alarmante (…)». No ha sido un caso aislado. Científicos como el japonés Dr. Kiminori Itoh han declarado en referencia al cambio climático que estamos ante «el peor escándalo científico de la historia», y el Dr. Vincent Gray afirma que «el IPCC es fundamentalmente corrupto». En el 2009, salieron a la luz una serie de emails de relevantes científicos de la Climate Research Unit (CRU) de la Universidad de East Anglia ligados al IPCC que, según mostraban los medios británicos, mostraban con desfachatez sus intentos durante años para evitar hacer públicos los datos en los que basaban el historial reciente de temperaturas (impidiendo así que pudieran ser cotejados por otros científicos), sus esfuerzos para manipular dichos datos de modo que mostraran siempre una tendencia al alza y sus implacables tácticas de bullying hacia otros científicos que pusieran en duda la verdad oficial o hacia las revistas científicas que osaran publicar trabajos críticos. Estas tácticas de intimidación propias de regímenes totalitarios han sido habituales durante estos años y se han basado en ataques ad hominem (etiquetando asquerosamente a los escépticos de “negacionistas”, el epíteto reservado para los que niegan el Holocausto judío), y en amenazar con la pérdida de fondos para investigación y con el ostracismo. Evidentemente tanto los ataques ad hominem como este despreciable matonismo que busca silenciar a otros no suelen ser compañeros de la verdad. De hecho, llevo una década estudiando el calentamiento global en profundidad y puedo afirmar que nunca me he encontrado un nivel de mentira tan flagrante (ni siquiera en la política, que ya es decir).
¿Pero acaso no hay un “consenso” científico abrumador sobre este asunto? ¡No! En primer lugar, el consenso no es un término científico sino político: la ciencia avanza por el método científico, y la realidad física, obviamente, no la determina una votación. Pero es que además la comunidad científica está muy dividida. Una encuesta enviada a 7.500 científicos que habían publicado sus trabajos en los informes del IPCC (Verheggen, 2015), una muestra en todo caso sesgada a favor del origen humano del cambio climático, concluye que sólo el 43% de los que respondieron afirma creer como “extremadamente probable” que al menos “la mitad” del clima esté determinado por la acción humana. Lo más revelador es que el 71% de los destinatarios prefirió no contestar, probablemente por miedo a mostrar su opinión abiertamente.
No se dejen engañar: ni el hombre controla el clima ni estamos abocados a un apocalipsis. Los datos contradicen la propaganda: ni rápido deshielo, ni aumento preocupante del nivel del mar o de los huracanes, ni demás cuentos de terror. Estamos ante una agresiva agenda de poder, basada en una ideología totalitaria, maltusiana y pagana y promovida por una poderosa y ruidosa minoría, en la que la amenaza apocalíptica es sólo un eficaz instrumento de manipulación de la opinión pública. La ciencia ha sido secuestrada y contaminada por la política. El planeta no corre peligro, pero nuestra libertad, sí.
Fernando del Pino Calvo-Sotelo
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