Austeridad es la palabra de moda. Antaño era considerada una virtud; hoy, al parecer, sólo significa dificultad, severidad, aspereza, agrura. No debe extrañarnos, por tanto, que surjan tantas voces críticas: lo fácil siempre atrajo más voluntarios que lo difícil. Sin embargo, toda austeridad es poca porque nuestra situación es crítica. Pero no porque ahora los medios hayan decidido enfocar a España y se hayan olvidado de Grecia, Portugal, Italia o…Francia; tampoco porque en una semana nos bajen el rating, suban los spreads o caiga la Bolsa. La siguiente puede ocurrir lo contrario y nuestra situación seguirá siendo igual de crítica. Reaccionemos.
La situación es crítica porque España ha sufrido una enorme, gigante burbuja de crédito. Dicho de otro modo, nos endeudamos de forma desorbitada y no hemos reaccionado a tiempo. Recuerden que esta crisis no está producida ni por la pérdida de competitividad de nuestra economía ni por la rigidez de nuestro mercado laboral. Ambos problemas son gravísimos y deben corregirse porque dificultan nuestra recuperación. Pero esta crisis es la Gran Crisis de la Deuda, del exceso de deuda. En latín la raíz etimológica de deuda puede interpretarse como “tener, sin tener”. Déjenme que lo repita: tener, sin tener. Un buen día hemos despertado súbita, bruscamente, a esta ruda, áspera realidad. No nos gusta, pero se llama realidad: podemos mirar hacia otro lado y tratar de ignorarla; podemos ocultar nuestra cabeza como un avestruz y negar vehementemente su existencia, pero la muy cabrita sigue ahí, terca, impertérrita, ajena a nuestro miedo. En el mundo de los adultos uno se enfrenta a la realidad, no huye de ella. Y la realidad es ésta: el endeudamiento de nuestras empresas, en relación al PIB, es el más elevado de las diez mayores economías del mundo; nuestras familias están entre las más endeudadas de Europa y el endeudamiento de nuestro sector público avanza inexorable hacia los mismos puestos de cabeza. Nuestro déficit ha sido el año pasado el segundo mayor de Europa y tanto la certeza de deudas ocultas por impago a proveedores como la duda razonable sobre la fiabilidad de las cifras oficiales agravan la situación. No fluye el crédito y nuestro sistema financiero está en situación de fragilidad extrema, por decirlo con enorme suavidad. Hemos tenido probablemente la mayor burbuja inmobiliaria del mundo desarrollado, en la que en sólo ocho años (2000-2008) el crédito a promotores se multiplicó por diez. Nuestro nivel de paro oficial, que sigue aumentando, es el mayor de la OCDE, y la cifra de paro juvenil resultaría obscena si no nos fuera ya tan familiar. El sistema político-económico de 1978 se está mostrando insostenible a causa de sus muchos errores; estuvo muy cerca de llevarnos a la quiebra a principios de los años noventa y, si no lo modificamos en profundidad, esta vez puede lograrlo. Soportamos una administración mastodóntica y un enorme caos legal, regulatorio y administrativo, con 18 administraciones intervencionistas compitiendo en burocracia. Después de las últimas y extraordinariamente alevosas subidas de impuestos, la tributación personal es ya de las más elevadas del mundo. Y como no hay dinero, al final los más débiles de la sociedad comienzan a ver en riesgo el apoyo que ésta debe brindarles. Puede sonar alarmista y es verdad: quiero hacer sonar la alarma.
No entiendo que con esta realidad la reforma laboral sea histriónicamente tildada de ultra liberal (¡ojalá!) y provoque una huelga general apoyada por Sindicatos, S.A y por los mismos que gobernaban hasta hace tres meses; ya saben, los de los “brotes verdes”, los que por su lamentable negación, inacción y ocultación tanta responsabilidad tienen en la gravedad de la situación actual. La reforma debería haber ido mucho más lejos para lograr que España dejara de tener un sistema laboral que es, según la OCDE, el más rígido, es decir, anticuado, de todo el mundo desarrollado. Tampoco entiendo que se denomine “tijeretazo” a unos Presupuestos insuficientemente austeros que lo único que hacen es decir que la deuda seguirá aumentado, pero a menor ritmo. Lo peor es que se trata de medidas tomadas a regañadientes para cumplir por la mínima algo impuesto desde fuera, cual mal estudiante de Primaria. ¿Significa esto que si Europa no lo exigiera nuestra clase política seguiría gastando hasta arruinarnos por completo?
Ya hay voces que critican la austeridad antes incluso de haberse aplicado. Con la fijación en esa extraña medida llamada PIB, identifican gasto público con crecimiento y abogan por seguir gastando más de lo que ingresamos, endeudándonos aun más. Se olvidan de un pequeño detalle: alguien tendrá que prestarnos el dinero. Esgrimen que un tipo muy listo, un tal Keynes, predicaba algo parecido. Mi gusto, en la elección de economistas, es ecléctico y simple: sólo me gustan aquellos a los que entiendo. Por ejemplo, entiendo algo de lo que dicen los austríacos o Hyman Minsky, con su clarificadora Hipótesis de la Inestabilidad Financiera (que tan bien describe lo que nos ocurre). Imaginen mi frustración cuando nadie habla de estos economistas y, en cambio, del tal Keynes habla todo el mundo. Según tengo entendido, los fervorosos creyentes en la infalibilidad de este hombre nacido en el s. XIX piensan, en el 2012, que la solución a haber gastado demasiado es gastar siempre un poquito más, y que la inversión más productiva realizada por una empresa tiene idéntico valor contable que el mayor de los despilfarros ocasionado por un político; aparentemente creen que la deuda no importa porque siempre vamos a encontrar una ONG que nos preste o porque directamente no vamos a tener que devolverla; se les atribuye la creencia, por último, de que todos los políticos saben en todo momento lo que va a ocurrir y lo que hay que hacer. Naturalmente a los políticos estas ideas les resultan muy simpáticas y son, sin excepción, hinchas del inglés. Qué quieren que les diga. Me da la sensación de que el tal Keynes, bien o mal interpretado, ha sido la excusa perfecta para que los políticos socialistas de todos los partidos, ávidos de más y más poder y de más y más dinero, se incautaran del patrimonio y de la libertad de los ciudadanos bajo un disfraz intelectual y altruista.
Pero olvidemos las elucubraciones académicas y apliquemos el sentido común. España está muy endeudada y depende de sus acreedores. Es una situación muy dura pero es la realidad. Si suben demasiado los tipos de interés por una inesperada inflación o por un aumento del riesgo percibido por el acreedor no podremos hacer frente al servicio de la deuda y suspenderemos pagos. Tenemos que ajustar nuestro gasto público a un nivel de ingresos sostenible, que nada tiene que ver con el obtenido durante la burbuja. El ajuste no puede basarse en esquilmar aún más a los ciudadanos. Debemos reducir el gasto. Mucho. Mucho más de lo que lo está reduciendo este Gobierno socialdemócrata, que está demostrando disfrutar más subiendo los impuestos que eliminando el despilfarro.
Los rusos tienen un proverbio: “Reza, pero no dejes de remar hacia la orilla”. Carente de convicción en lo que hace, el Gobierno parece querer comprar tiempo con la esperanza de que la tormenta amaine. Lo que debe hacer es bogar con mucha más fuerza y arrojar por la borda sin contemplaciones a quien ponga pegas. El tiempo se acaba.